El eterno deseo de partir
Raúl Mendoza Cánepa
Irse. Emigrar. Palabras que resuenan con fuerza en el eco de nuestra historia. No es nuevo que soñemos con alejarnos, con buscar un horizonte más amable. ¿Quién no ha querido, alguna vez, dejarlo todo atrás? Las razones cambian con las épocas, pero el impulso permanece: hoy, como ayer, huimos de una precariedad que se extiende como una sombra obstinada sobre nuestra tierra. Crisis, corrupción, inseguridad, política que parece escrita con tinta roja en un cuaderno que nunca se cierra.
Emigrar no es solo cruzar una frontera; es reescribir la vida. Muchos lo han hecho y, para algunos, el éxodo les ha dado frutos. El siglo XXI, con sus luces y sombras, ha visto cómo algunos hicieron la América y hallaron en Estados Unidos el país de las oportunidades: desde emprendimientos modestos hasta la prosperidad soñada. Otros lo intentaron mucho antes, en los años oscuros de Juan Velasco Alvarado, cuando el Perú se balanceaba entre la revolución y la represión. Entonces, como ahora, el éxodo fue un acto de sobrevivencia, un grito mudo de esperanza.
Hay quienes se marcharon hacia Europa, otros al sur del continente, buscando un refugio lejos del caos político y económico. Sin embargo, las historias de partida no son exclusivas de este lado del mundo. Hoy, amigos europeos miran hacia América con la misma inquietud, huyendo de las sacudidas migratorias y criminales de África. Los problemas, parece, no tienen un lugar fijo; se desbordan como un río que anega fronteras y continentes. Quizá Huntington, con su teoría de civilizaciones enfrentadas, se quedó corto.
Me preguntan por qué no me voy. Podría responder con frases cargadas de idealismo: por amor a la tierra que me vio nacer, por el deber de ser parte de la solución, por un patriotismo que otros llaman ingenuo. O, simplemente, porque quedarme es mi forma de resistir, de no ceder al impulso de abandonar lo que aún amo, aunque a veces me duela.
El deseo de irse no es nuevo, pero las cifras recientes son un recordatorio inquietante: según Ipsos, un 57% de peruanos quiere emigrar. Entre ellos, jóvenes de 18 a 25 años, los llamados a construir el futuro, y adultos de 26 a 42 años, quienes deberían sostener el presente. Es una diáspora anunciada, alimentada por el miedo y el deseo de oportunidades económicas.
El Perú ya conoce el sabor amargo de las grandes migraciones. La primera ola ocurrió tras la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa resurgía y Estados Unidos ofrecía trabajo y prosperidad. Luego vinieron los setenta, con el golpe militar y la revolución de Velasco, que nacionalizó empresas y expulsó sueños. Los ochenta y noventa estuvieron marcados por el terrorismo y la huida de quienes no querían convertirse en cifras de un conflicto brutal. Y ahora, desde 2024, vivimos una cuarta ola, iniciada con la renuncia de PPK y agravada por la pandemia y la inestabilidad política.
Partir, en este contexto, no es solo buscar un lugar mejor, sino escapar de un país que parece empantanado en su propia historia. Pero el éxodo no resuelve la herida de fondo. Porque, al final, cada ola migratoria deja una pregunta suspendida en el aire: ¿qué pasa con quienes se quedan? Con aquellos que, por elección o necesidad, deciden seguir remando contra la corriente.
Quizá quedarse sea un acto de fe. Fe en que el país no está condenado a repetir sus errores, en que la historia puede ser reescrita. Pero también es un acto de memoria, de lealtad a los que vinieron antes. Al fin y al cabo, quienes se quedan son los que sostienen la promesa de que, algún día, nadie más sentirá la urgencia de irse.
Emigrar, quedarse, resistir: cada decisión es un capítulo en esta larga narración. Y mientras la historia se sigue escribiendo, lo único seguro es que, tarde o temprano, todos volvemos a nuestra tierra, aunque sea en sueños o recuerdos. Porque, como decía Barrès, amamos la tierra, pero sobre todo a los muertos que la habitan.