De pronto cincuenta
Raúl Mendoza Cánepa
Una mujer de treinta aborrece la experiencia de haberse casado con un viejo y le pregunto sobre la edad del hombre: cincuenta.
Tener cincuenta o un sencillo más se convierte entonces es un certificado de repulsión, cuando no es de defunción al contar a algunos amigos muertos.
De pronto te caías de bruces y todos se reían, ahora todos corren a socorrerte. Googleas por cualquier seña rara y te aterras por los exámenes médicos.
A algún legislador apurado se le ocurrió que los afiliados de las AFPs podían retirar sus fondos a los cincuenta y dadas las circunstancias, si coincide con un año y medio de desempleo y te la consumiste todo porque no había otra, pasas a ser el retrato de tu viejo jubilado a los cincuentaidós en sus repetitivos trazos de casa al supermercado.
Dicen que un profesional libre no envejece, que se puede dirigir un estudio de abogados hasta los noventa y hasta ser presidente a los setenta o más, sirva el consuelo y dependerá el ánimo del lado donde uno se ubique.
A los treinta sufres una crisis de la edad pese a tus diarios de verano o primavera, a los cuarenta eres el más viejo de los jóvenes y el más joven de los viejos. A los cincuenta o antes se inicia el edadismo, te miran las canas antes de pensar en contratarte y te prueban en los mecanismos más rudimentarios de las máquinas y programas de oficina. Un viejo jefe me llamaba solo para que le ponga en mayúsculas de word una frase. Yo me preguntaba por su Remington.
A los ochenta hay uno que conozco que dicta clases y sube a los Andes y las selvas cuando puede, con toda la chispa del mundo.
No es que uno tenga la edad que uno tiene ni la que se engaña o engaña que tiene, sino la que los demás le hacen creer tener.