La Defensoría del Pueblo es una institución persuasiva frente a la administración. Su función es la defensa del ciudadano, pero su papel no debería restringirse a la acción directa; bueno fuera que actuara vinculada a la fiscalía de prevención del delito y tener un mínimo de coerción, la capacidad de ordenar bajo sanción administrativa a los jefes de las instituciones.

En un país que requiere institucionalidad, la Defensoría debe ser quien actúe en primera línea y sin sesgos. Por decir, nadie tolera el abuso de la fuerza estatal, pero tampoco es tolerable que se abandone el principio de autoridad y que los policías y militares sean forzados a combatir sin armas a los violentos. La Defensoría debe ser un intérprete cabal del Derecho y un buen lector de la realidad. No hay interpretación cabal del Derecho si la realidad no entra en el análisis. Muchas veces la justicia supranacional no se introduce en los contextos reales y falla contra el Estado sin ir más allá de la posición de los abogados de los demandantes. 

La Defensoría debe practicar ese análisis objetivo para tornarse en un referente y actuar en ocasiones como el amicus curiae, uno que no se desequilibra por la ideología, sino que halla la justicia en el binomio libertad, pero con orden. 

No hay un gran think tank con el aporte de análisis desde la libertad, el orden y la objetividad; el progresismo monopoliza el análisis y se asume por default como el oráculo de los procesos sociales ¿Por qué no un robusto análisis integral de los procesos desde una mesa plural que nutra a una institución joven como promisoria?

El marco institucional debe perfeccionarse reparando los huecos de un país en el que la voluntad dispersa y destructiva parece imperar sobre el Derecho , la institucionalidad y la razón.