La dama del violín
Raúl Mendoza Cánepa
Narración
“Me llamo Eliseo Blanco. Soplo con fuerza sobre la vela, que ahora humea ligeramente. Me abraza, la abrazo”.
Tus ojos se dilatan, se hinchan frente al espejo mientras te acicalas. Yoshi te observa sin pestañear. Luces como un loco, tachonado de botones platinados en el cuero negro. Silba las palabras que apenas asoman de su aliento seco. Le duelen las vértebras. Te increpa.
A las seis en punto debes presentarte en la cena del profesor Frank Louis.
Te embarcas en el auto de Charly.
Sobre los jardines que se alinean al lado de la vereda se yerguen fabulosos arbustos. Algunos están tachonados de flores lilas y otros matizan su verdor con lluvias de pétalos rojos. Unos niños juegan cerca de una pileta. Al fondo, una casa azul aparece como el centro de la creación. Nos detenemos frente a ella”.
– ¿Estás preparado? –pregunta Charly, apretando el volante. –Claro que sí –respondes.
–Recuerdo a Frank Louis, fue un buen profesor
- Por testimonios de Ann, su mujer, sé que es ahora un hombre sencillo-dice Charly.
–Claro –digo sin fuerza.
Charly desciende y mira sus zapatos. Enrumban hacia la casa. Un león dorado bruñe sobre la clara extensión de la puerta, celosías, zócalos de madera, una farola de enorme circunferencia adorna el margen del frontis. Más a la esquina, sobresale una escalera que conduce a la segunda planta.
El timbre campanillea en los rosales, un caracol traza su línea de baba sobre un ladrillo. Su cogote viscoso te llama a la náusea. “Soy yo, Eliseo Blanco, quien está en la puerta, en el umbral de la gloria”. Allí vive Frank Louis, profesor de Literatura. Una mujer regordeta asoma por la puerta y con amabilidad los hace pasar.
–Ustedes son los invitados de la promoción cincuenta, tomen asiento –farfulla.
Charly sonríe nervioso, extrañado de la suave gentileza de aquella mujer. Se siente el intenso perfume a jazmín del jardín. Los sofás son muy antiguos. Frente a ellos un mueble de tornasol relumbra como un trono. La ventana lateral, hacia la derecha, vaivenea con el viento, tiene varias capas de herrumbre, se mueve dificultosamente. Las grandes baldosas de piedra del pasadizo que nos conduce hasta la sala son recientes, aunque están ligeramente hundidas. Un reloj acompasa el escenario de estantes y libros. Los cubiertos de plata alumbran desde lejos. Unos platos de losa forman filas alrededor de los márgenes bordilíneos del mantel. Los libros se montan unos sobre otros en la estantería que se luce junto a la escalera. Algunos títulos sobresalen: “Egipto”, “El Arte Romano”, “American Dictionary”, “Obras completas de Edgar Allan Poe”, “El asesinato como una de las bellas artes” (Thomas de Quincey). Pones atención en uno en particular: “El otro yo de las máscaras en el teatro contemporáneo”.
Charly te hace una ligera señal para que te serenes, detiene sus ojos en tus manos temblorosas y en tu sien vidriosa. Desde la galería se perfilan rostros angelicales, es una cenefa que recorre el muro lateral del comedor hasta el vitral que da al jardín. Un bulto de saliva espesa recorta tu respiración, luego rompes en una tos seca mientras oyes los taconazos de la doña que desciende por la escalera. Una mujer de ojos verdes y tez clara aparece risueña, besa tu mejilla con suavidad y te tiende su mano con delicadeza, tú extiendes la tuya con ligero temblor.
–Querido Charles, es un gusto tenerte en esta casa. Frank bajará enseguida –dice con voz pausada– los demás vendrán después, pero es bueno que mi marido reconozca antes a tu amigo.
–Más bien te agradezco. Como sabes, Eliseo tiene una licenciatura en periodismo.
–Entiendo, no se preocupen ¿De qué trata tu novela? Charly me adelantó algo–me interroga Ann.
-No la he publicado. El protagonista es un hombre, pero no encaja, nunca encaja en algún lugar. Mata a un grupo de escritores, mata con una pistola que guarda en el bolsillo del pantalón. Odia, odia mucho.
- ¿Y a qué tanto odio?
–Sí, desde luego –respondes, frunciendo el ceño y apartando la mirada. La conversación se torna densa y el aire, espeso. El reloj golpetea incesantemente sobre su propia estructura de metal. Una masa compacta de sombra se tiende detrás de la mampara de vitral. Es la silueta de un hombre mayor que se sienta pesadamente sobre una silleta en el exterior. Tiene un libro entre las manos y sobre una mesita, un vaso. La imagen del hombre transluce a través del vidrio opaco de la mampara.
–Es Frank Louis, que debe haber bajado por los escalerones de metal del fondo hasta el jardín. Sabe que ustedes ya están aquí, iré por él.
Pronto, tras la etérea figura de unos pastores que rodean una llamarada azul se unen la sombra de la mujer y la del hombre. El vitral aumenta las proporciones de la mujer, quien con gestos agitados parece apurar a su marido. Él reacciona con ademanes agitados. La mujer se acerca para hablarle al oído, permanece arqueada dos minutos. Desde la sala no es posible escuchar las palabras, solo un murmullo de silbidos trepidantes que se cuelan desde el patio.
El hombre se pone de pie muy lentamente y sigue con desgano los pasos de su mujer. Un abismo se abre. Pasan cinco minutos más, los murmullos adquieren formas y se tornan en vocablos atropellados, pero fácilmente distinguibles. Ensayas algunas palabras que Charly no logra entender. El reloj picotea los muros, es como el martilleo constante de una construcción. Transcurre un tiempo más hasta que las voces, esta vez desde la cocina, adquieren mayor nitidez.
Ann asoma por la puerta lateral de la sala, detrás de ella aparece con gesto adusto, Frank. Las canas lo hacen lucir mayor de lo que es. La calvicie le dota de un aura extraña, parece un fraile mendicante. El hombre tiene un chaleco apretado, granate, que su misma mujer le ha tejido. Cubre una vieja cicatriz. Toman asiento. Louis se coloca en el sofá solitario más alejado de la sala, del lado del piano. Permanece sin hablar.
–Él es Eliseo Blanco –dice Ann, sin desviar la mirada de los sorprendidos ojos de su marido –.
Frank hace una venia y continúa callado mientras su mujer y Charly intercambian algunas palabras. El hombre tiene la mirada lánguida. Bosteza una, dos veces y despliega toda su humanidad sobre el mueble, colocando los zapatos relucientes sobre una mesa al pie. Extrae del bolsillo del saco un habano, lo prende. Echa una gran bocanada de humo espeso y negro.
Frank observa tu perfil, tú no te atreves a mirarlo. Los ojos fijos del viejo permanecen como un pescado, inmóvil, absolutamente quietos. Te examina con un rictus de repugnancia. Su rostro se tensa. El resplandor de la lámpara del techo permite distinguir con mayor nitidez las líneas que se marcan en su frente. El entrecejo apretado, la bilis matizando el rubor. La rojez de la alfombra contrasta con el mobiliario oscuro, ordenado, dispuesto en trazos geométricos cuidadosamente distribuidos. Se pone de pie y se va sin decir una palabra. La mujer hace un ademán para que su marido regrese y se quede quieto en aquel sofá. Suspira con fuerza una vez que se aleja. El gran profesor, impávido, echa un chorro de aceite en los maderos de la chimenea, coloca una garrafa en la alacena. La fogata blanquea los rostros y el calor los envuelve con mayor rigor. Una flama brota desde el fondo. Ann aprieta el rostro y trata de calmar los ánimos.
–Está pronto a llegar el gran Tomy Blacker. Lo debes recordar bien. Iba a venir con Ariadna, pero ella vendrá más tarde por un asunto familiar. Ella es muy bonita, escribe y toca el violín, canta, hace de todo. Nos tiene preparada una sorpresa.
Las losetas enceradas resplandecen. Observas a la mujer, con la taza de té blandiendo en el aire, corriendo tras su marido. Frank bebe de un sorbo lo que resta en la taza, luego rocía algunas gotas de agua sobre los helechos y se queda quieto, un poco sorprendido por el silencio del entorno, toma uno de los libros de la puerta junto al corredizo y se aleja pausadamente sin escuchar a su mujer. Reaparece en el jardín, tapado por esa sombrilla que opaca el vitral. Un pájaro rojo con las alas abiertas apoyado sobre una mesa de mantel blanco amarillento vigila tus movimientos, es un ave de rapiña aprisionando a un conejo; una estela de humo recorre la superficie del piano. Lo tomas como una mala señal.
Ahora solo tienes ojos para esos muros blanquecinos y para aquel Cid broncíneo sobre una antigua repisa de madera. Estás medio muerto, nervioso. Abres bien los ojos para reconectarte con las cosas, todo tan perfecto, ordenado, las luces chisporrotean en el corredor, la gente murmura, masca, hiede, dentro rigen esos viejos aires donde solo tú te manifiestas imperfecto, frágil y a punto de morir.
Como una reverberación la voz de Louis invade la sala una y otra vez, por ratos es un rugido acompañado de un soplo de aire delgado y seco, de ese aire que ya parece escasear. Tienes los pies helados y no te atreves a pronunciar una palabra.
- Ariadna es una linda chica. Le acaban de dar una columna en Variedades de El Nacional. Ella estaba en la planilla del Diario y pasó a trabajar al Congreso.
Colocas la vista nuevamente sobre el cenicero negruzco, el único rastro que queda del gran profesor, una humareda constante y un olor concentrado de tabaco y cartón te ahogan por momentos. La lavanda de sus mejillas aún vuela sobre los contornos.
Las llamaradas azules de la chimenea proyectan su luminiscencia sobre el techo de la sala y sobre el marco del estudio del personaje. Quisieras acercarte más y profanar ese recinto, ese cuadrante blanco y gris. Tamborileas los dedos en los bordes de caoba del sillón. Charly te observa sin atinar a decirte una palabra. Sus ojos sobre las brasas dan la impresión de una gran desolación.
Reparas que la señora Louis te ha servido tostadas calientes con mantequilla derretida y, junto al té, un refresco anaranjado-verdoso que apenas te atreves a sorber. El claror de la luna se hace más intenso y atraviesa el vitral hasta dibujar nuevas sombras en el parqué. La noche se vuelve profunda como una cueva. Frank permanece allí, inaccesible detrás del vitral, ligeramente iluminado. El timbre suena de pronto. Juan Morris asoma, usa unas gafas delgadas que ensanchan sus ojos azules y profundos.
Te sientas con sigilo, incómodo por la mirada escrutadora de Frank. Un hombre muy gordo y avejentado inicia la sesión narrando en cada detalle y de memoria su peripecia en Venecia. Peter La Forde luce el aspecto de alguien que acaba de fugar del geriátrico. Te pasma. No reconoces a una señora de cabellera incandescente, con sonora cadencia, recita algunas letras.
Puedes distinguir un espejo, tu rostro amoratado, cubierto por un ramaje de venas encima de los ojos. Piensas en Yoshi, en los reservorios de vida que le quedan, en la carta sin abrir de la Clínica Romero. No quieres volver a casa ni estar allí. Todo es más claro y cercano desde aquí, aunque menos vital, el tintineo de una cucharita sobre una taza, el timbre, los bocinazos, los rumores ahogados del tráfico.
Charly habla de más, se voltea un pisco de cinco dedos, eructa para sus adentros. Llega Ferrero, se anuncia por su hedor característico. Hace un mohín y la larga en mofas en voz muy baja.
Algo grande y trascendental ocurre de pronto. Alguien toca la puerta, es una mujer. Es extraordinariamente bella. Saluda, la saludan. Se envuelve en abrazos. Las risotadas se dispersan como unas monedas, las voces se difuminan. Conversa, la observas sin distracción. Frank te pide que continúes.
Luego de hacerle algunos gestos a Blacker, Ariadna extrae un instrumento musical de una caja y unas partituras. Se acomoda, parpadea con velocidad. Estudia Letras y Música en el Conservatorio. “No es que me obsesione la muerte, que es siempre un escándalo y una derrota, pero me enfrento a ella desde Poe”. Piensas en Yoshi agonizando. Ella habita las páginas de “El extraño caso del señor Valdemar”. Lo invade todo con su sombra, el terciopelo negro de sus ojos muertos.
Pronto las notas de un violín, el instrumento mágico capaz de calmar al mundo vuela con sus melodías por la vieja casona. “Meditación de Thais”. La vida. La lumbre que destruye la sombra. La dama agradece a su público. Tiene un vestido lúcuma y sostiene un medallón dorado sobre la quebrada de sus pechos tachonados de pecas. La melodía prosigue y luego se detiene. El soliloquio del violín estremece la casa. Los estudiantes permanecen atentos. Vuelves a Yoshi, a sus pómulos huesudos.
Una sucesión de desgarros te quema los intestinos, el corazón te late a mil. Te abrazas a la vida, a aquella joven de luz y porcelana.
Te pones de pie y caminas hacia el jardín, te recuestas en el ventanal para mirar tu cuerpo en el reflejo gris. Garúa y el césped se recarga de tinieblas a esa hora. La musa te cautiva con sus ojos.
Su melodía acaricia tu cuerpo. Se detiene. Esta vez los rostros te observan imperturbables. Te llaman. Vuelves despacio a la mesa. Te sientas con una ligera torpeza, casi ladeando la silla y golpeando al de la derecha. La dama te mira de soslayo.
Guardas silencio unos minutos mientras te observan con los ojos bien abiertos, escrutadores.
Miras a través de una ráfaga violácea que cruza desde el tragaluz el rostro impávido y siempre marcial de aquel retrato que cubre el espacio entre dos columnas de madera, como un altar mayor que esparce sus efluvios sobre toda la sala, Frank Louis, profesor, compositor, poeta, manager y su clásico pañuelo al cuello, anudado con una pretina azul y esta vez en la cabecera de la mesa observándote con escozor y lejanía. Las cejas tupidas y esa línea honda formada en el entrecejo. Al lado, Eliot conserva la serenidad dictando las pautas de esta cofradía donde reinan los muertos. Byron, Armstrong, los clásicos del siglo de oro español y una recatafila de papeles enmohecidos sobre un piso de la estantería.
Un punzón socava tus intestinos. Bebes unos sorbos de gin, de la última copa que queda junto a un plato repleto de mendrugos. Le han espolvoreado una sustancia. Abres una cajetilla de Marlboro y entresacas un cigarro que Morris rechaza. Eres un roble cargado de alcohol y nicotina.
La dama de la música, tan extraña como hermosa te mira con fijeza y de pronto lo habita todo como un espectro luminoso. Observas a su lado el violín azul, su tapa es de arce y sólida, pero resplandece con una tonalidad de cielo intenso. Tiene una inscripción dorada: l'homme sans importance. Compaginan, son la hechura de una melodía, están conectados o, más precisamente, tú estás conectado a ella. Sus ojos comulgan con los tuyos. Ariadna simula ignorarte, no te habla. Tiene el cabello largo, negro y un ligero dulzor en las comisuras de la boca. Dos hoyuelos se abren cuando ríe y unas cejas de fina enarcadura le dan forma a su mirada. Sus pupilas refulgen con sol.
Te pones de pie a duras penas y caminas tambaleante hasta el corredor que da a la sala. Haces una llamada a casa. Yoshi no responde. Calculas que a esta hora debe estar dormida. Miras tu reloj, nuevamente. Sabes que no sacarás absolutamente nada de esa reunión. Te escondes en el baño, te acicalas, Charly no tardará en ir tras de ti. Debes impresionar a Ariadna que nuevamente toca las cuerdas en medio de la sala. Acomoda su partitura sobre el atril. Te acomodas la corbata, bebes del agua embotellada y enrumbas nuevamente a la sala. Charly te hace señas para que pases. Tropiezas con una caja, luego con una repisa que casi se precipita al suelo. Ariadna ha parado de tocar, te mira como a un bicho. Te observa ligeramente y con un gesto de extrañeza, con ese sutil relumbre de sus ojos negrísimos, esboza una sonrisa y los dos hoyuelos se vuelven a abrir en su rostro grácil, las colinas de sus pómulos se enrojecen como dos manzanas que se aprietan entre sus ojos, como dos muslos rojos que se abren.
– ¿Estás bien? –pregunta Morris.
El violín mágico, el brillo de su mirada pícara... Silencio absoluto. Ensayas sobre el oído de tu audiencia. Charly parece encrespado, boquea sorprendido.
–No estoy bien –dices con la boca trémula, mientras bebes el café amargo que Ann te ha servido. Te sientes extraño y hablas enrevesado.
Te pones de pie nuevamente y caminas al baño, pero te desvías hasta la cristalería. Vuelves a llamar desde el teléfono, Yoshi no responde. Descubres entre la alacena de barniz oscuro una manzana empapada en un plato de plástico. Te sirves, deglutes con suavidad. Tomas una copa de coñac a medias y bebes hasta la última gota. “Hoy me siento Dios ¿Un dios enamorado? Mortal y triste, deseo celebrar y beber, pero también morir, Ariadna y él, Ariadna y Blacker...”. Bebes, finalmente, de la botella verde y te refugias en la cocina, al margen de todos, lejos de la mirada de él y de Ariadna. Espías desde lejos. Ambos se miran y se abrazan, se desgreñan como bestias en una sombra del jardín.
El corazón te bailotea y un hervor quiebra tu garganta, centenas de hormigas desfilan por tu brazo como en una procesión de ánimas. Piensas en aquella diosa musical y en el candil de sus ojos. Boqueas el humo del cigarro y finges permanecer indiferente. Cierras los ojos con pesadez para expulsarla de tu mente como una tromba de sangre desde la yugular. Todos te miran. Tanteas la velocidad de los latidos que martillan tu pecho. El sobre cerrado de la clínica, te ignoran, asoma en tus retinas al lado de una vela junto al cuerpo yerto de Yoshi. No lo has abierto aún. Lo abrirás mañana.
–Has bebido demasiado –espeta Frank.
– ¿Quién puede llevarlo a su casa? ¿Dónde está Charles? –interroga Pardo, sin ocultar su malestar.
Todos guardan silencio y la mayoría empieza a tomar distancia.
–Mil perdones –dices –sé que me he excedido, que tengo la culpa por haber venido.
Vuelves a casa. No te encumbras con una victoria, tocas los nubarrones del otoño. Yoshi entreabre los ojos. El fuego prende en tus entrañas, un atisbo de incomodidad se proyecta en tu mirada. Ella raspa el aire como un fantasma. Gruñe, silba. Dudas, aprietas los dientes, miras su rostro ceñudo, le das su medicina. No obstante, se agita, ruge, te recrimina por haber llegado tan tarde y bebido, pero te pregunta cómo te fue. Se cubre para volverse a dormir, se resiste a hablar. Te apartas. Escribes sobre la jornada. Cierras el cuaderno lentamente y no dejas de pensar en la dama del violín azul, en tu suerte, en su hechizo y en tu comportamiento errático de esta noche, en el reportaje que ya no entregarás. Sobre tu cómoda yacen los avances de tu trabajo y aquel enigmático sobre carta de la clínica, que aún no te has atrevido a abrir.