La dama del violín rojo
Raúl Mendoza Cánepa
De: El hombre sin importancia
Me llamo Eliseo Blanco. Soplo con fuerza sobre la vela, que ahora humea ligeramente. Me abraza, la abrazo”.
Tus ojos se dilatan, se hinchan frente al espejo mientras te acicalas. Yoshi te observa sin pestañear. Luces como un loco, tachonado de botones platinados en el cuero negro. Silba las palabras que apenas asoman de su aliento seco. Le duelen las vértebras. Te increpa. Observa tu cabellera rala y recién pintada. Le ocultas el sobre cerrado, sospecha de su contenido, pero te adhieres a la esperanza como una garrapata.
Mientras la cuidas, otras preocupaciones te invaden. La cena. A las seis en punto debes presentarte ante un grupo de viejos compañeros de la secundaria a cuya cabeza está el profesor Frank Louis. Los has atisbado en Facebook, hinchados, ceñudos, con las mejillas colgando.
-Me verán como yo los veo a ellos-dices-trajinados.
-Yo siempre te veo y te veo bien-dice Yoshi, examinando los ribetes polvorientos del tinte negro sobre tu frente.
Charly está por llegar. Yoshi no te pregunta por tu despido. Se han mudado a una casa más pequeña solo para verla morir bajo el crujido del fuego de un calentador. Te embarcas en el auto de tu amigo. Persistes en asistir. Una hora después la calle donde vive el viejo maestro de Literatura asoma a tus ojos. Sobre los jardines que se alinean al lado de la vereda se yerguen fabulosos arbustos. Algunos están tachonados de flores lilas y otros matizan su verdor con lluvias de pétalos rojos. Unos niños juegan cerca de una pileta. Al fondo, una casa azul aparece como el centro de la creación. Nos detenemos frente a ella”.
– ¿Estás preparado? –pregunta Charly, apretando el volante. –Claro que sí –respondes.
–Recuerdo a Frank Louis, fue un buen profesor
- Por testimonios de Ann, su mujer, sé que es ahora un hombre sencillo-dice Charly.
–Claro –digo sin fuerza.
–Debes mostrarte seguro de ti.
– ¿Qué debo decir? –preguntas, mirando al vacío-.
-Es probable que a algunos les haya ido bien. Recuerda que estás buscando empleo.
Charly desciende y mira sus zapatos. Enrumban hacia la casa. Un león dorado bruñe sobre la clara extensión de la puerta, celosías, zócalos de madera, una farola de enorme circunferencia adorna el margen del frontis. Más a la esquina, sobresale una escalera que conduce a la segunda planta.
El timbre campanillea en los rosales, un caracol traza su línea de baba sobre un ladrillo. Su cogote viscoso te llama a la náusea. “Soy yo, Eliseo Blanco, quien está en la puerta”. Allí vive Frank Louis, profesor de Literatura. Una mujer regordeta asoma por la puerta y con amabilidad los hace pasar.
–Ustedes son los invitados de la promoción noventa, tomen asiento –farfulla.
Charly sonríe nervioso, extrañado de la suave gentileza de aquella mujer. Se siente el intenso perfume a jazmín del jardín. Los sofás son muy antiguos. Frente a ellos un mueble de tornasol relumbra como un trono. La ventana lateral, hacia la derecha, vaivenea con el viento, tiene varias capas de herrumbre, se mueve dificultosamente. Las grandes baldosas de piedra del pasadizo que nos conduce hasta la sala son recientes, aunque están ligeramente hundidas. Un reloj acompasa el escenario de estantes y libros. Los cubiertos de plata alumbran desde lejos. Unos platos de losa forman filas alrededor de los márgenes bordilíneos del mantel. Los libros se montan unos sobre otros en la estantería que se luce junto a la escalera. Algunos títulos sobresalen: “Egipto”, “El Arte Romano”, “American Dictionary”, “Obras completas de Edgar Allan Poe”, “El asesinato como una de las bellas artes” (Thomas de Quincey). Pones atención en uno en particular: “El otro yo de las máscaras en el teatro contemporáneo”.
Charly te hace una ligera señal para que te serenes, detiene sus ojos en tus manos temblorosas y en tu sien vidriosa. Desde la galería se perfilan rostros angelicales, es una cenefa que recorre el muro lateral del comedor hasta el vitral que da al jardín. Un bulto de saliva espesa recorta tu respiración, luego rompes en una tos seca mientras oyes los taconazos de la doña que desciende por la escalera. Una mujer de ojos verdes y tez clara aparece risueña, besa tu mejilla con suavidad y te tiende su mano con delicadeza, tú extiendes la tuya con ligero temblor.
–Querido Charles, es un gusto tenerte en esta casa. Frank bajará enseguida –dice con voz pausada– los demás vendrán después, pero es bueno que mi marido reconozca antes a tu amigo.
–Más bien te agradezco. Como sabes, Eliseo tiene una licenciatura en periodismo.
–Entiendo, no se preocupen ¿De qué trata tu novela? Charly me adelantó algo–me interroga Ann.
-No la he publicado. El protagonista es un hombre, pero no encaja, nunca encaja en algún lugar. Mata a un grupo de escritores, mata con una pistola que guarda en el bolsillo del pantalón.
- ¿Y a qué tanto odio? Odian los que tienen miedo.
–Sí, desde luego –respondes, frunciendo el ceño y apartando la mirada. La conversación se torna densa y el aire, espeso. El reloj golpetea incesantemente sobre su propia estructura de metal. Una masa compacta de sombra se tiende detrás de la mampara de vitral. Es la silueta de un hombre mayor que se sienta pesadamente sobre una silleta en el exterior. Tiene un libro entre las manos y sobre una mesita, un vaso. La imagen del hombre transluce a través del vidrio opaco de la mampara.
–Es Frank Louis, que debe haber bajado por los escalerones de metal del fondo hasta el jardín. Sabe que ustedes ya están aquí, iré por él.
Pronto, tras la etérea figura de unos pastores que rodean una llamarada azul se unen la sombra de la mujer y la del hombre. El vitral aumenta las proporciones de la mujer, quien con gestos agitados parece apurar a su marido. Él reacciona con ademanes agitados. La mujer se acerca para hablarle al oído, permanece arqueada dos minutos. Desde la sala no es posible escuchar las palabras, solo un murmullo de silbidos trepidantes que se cuelan desde el patio.
El hombre se pone de pie muy lentamente y sigue con desgano los pasos de su mujer. Un abismo se abre. Pasan cinco minutos más, los murmullos adquieren formas y se tornan en vocablos atropellados, pero fácilmente distinguibles. Ensayas algunas palabras que Charly no logra entender. El reloj picotea los muros, es como el martilleo constante de una construcción. Transcurre un tiempo más hasta que las voces, esta vez desde la cocina, adquieren mayor nitidez.
Ann asoma por la puerta lateral de la sala, detrás de ella aparece con gesto adusto, Frank. Las canas lo hacen lucir mayor de lo que es. La calvicie le dota de un aura extraña, parece un fraile mendicante. El hombre tiene un chaleco apretado, granate, que su misma mujer le ha tejido. Cubre una vieja cicatriz. Toman asiento. Louis se coloca en el sofá solitario más alejado de la sala, del lado del piano. Permanece sin hablar.
–Él es Eliseo Blanco –dice Ann, sin desviar la mirada de los sorprendidos ojos de su marido – Fue tu alumno.
-Trabajó en El Nacional-acota Charly.
Frank hace una venia y continúa callado mientras su mujer y Charly intercambian algunas palabras. El hombre tiene la mirada lánguida. Bosteza una, dos veces y despliega toda su humanidad sobre el mueble, colocando los zapatos relucientes sobre una mesa al pie. Extrae del bolsillo del saco un habano, lo prende. Echa una gran bocanada de humo espeso y negro.
Frank observa tu perfil, tú no te atreves a mirarlo. Los ojos fijos del viejo permanecen como un pescado, inmóvil, absolutamente quietos. Te examina con un rictus de repugnancia. Su rostro se tensa. El resplandor de la lámpara del techo permite distinguir con mayor nitidez las líneas que se marcan en su frente. El entrecejo apretado, la bilis matizando el rubor. La rojez de la alfombra contrasta con el mobiliario oscuro, ordenado, dispuesto en trazos geométricos cuidadosamente distribuidos. Se pone de pie y se va sin decir una palabra. La mujer hace un ademán para que su marido regrese y se quede quieto en aquel sofá. Suspira con fuerza una vez que se aleja. El gran profesor, impávido, echa un chorro de aceite en los maderos de la chimenea, coloca una garrafa en la alacena. La fogata blanquea los rostros y el calor los envuelve con mayor rigor. Una flama brota desde el fondo. Ann aprieta el rostro y trata de calmar los ánimos.
–Está pronto a llegar el gran Toñito Blacker. Lo debes recordar bien. Iba a venir con Ariadna, pero ella vendrá más tarde por un asunto familiar. Ella es muy bonita, escribe y toca el violín, canta, hace de todo. Nos tiene preparada una sorpresa. Vendrán Manuel Linares y Arturo Blas. Este acaba de llegar de Amsterdam. Es un loco activista del habano en el Perú. Vendrá Canales, un señor con mayúsculas. Se acaba de incorporar a la subdirección de la Sociedad de Minería.
Las losetas enceradas resplandecen. Observas a la mujer, con la taza de té blandiendo en el aire, corriendo tras su marido. Frank bebe de un sorbo lo que resta en la taza, luego rocía algunas gotas de agua sobre los helechos y se queda quieto, un poco sorprendido por el silencio del entorno, toma uno de los libros de la puerta junto al corredizo y se aleja pausadamente sin escuchar a su mujer. Reaparece en el jardín, tapado por esa sombrilla que opaca el vitral. Un pájaro rojo con las alas abiertas apoyado sobre una mesa de mantel blanco amarillento vigila tus movimientos, es un ave de rapiña aprisionando a un conejo; una estela de humo recorre la superficie del piano. Lo tomas como una mala señal.
Ahora solo tienes ojos para esos muros blanquecinos y para aquel Cid broncíneo sobre una antigua repisa de madera. Estás medio muerto, nervioso. Abres bien los ojos para reconectarte con las cosas, todo tan perfecto, ordenado, las luces chisporrotean en el corredor, la gente murmura, masca, hiede, dentro rigen esos viejos aires donde solo tú te manifiestas imperfecto, frágil y a punto de morir.
Como una reverberación la voz de Louis invade la sala una y otra vez, por ratos es un rugido acompañado de un soplo de aire delgado y seco, de ese aire que ya parece escasear. Tienes los pies helados y no te atreves a pronunciar una palabra.
- ¿Estará aquí la violinista? -Pregunta Charly.
- Ariadna es una linda chica. Le acaban de dar una columna en Variedades de El Nacional. Ella estaba en la planilla del Diario y pasó a trabajar al Congreso.
- La conocí solo al último en El Nacional- acotas.
Colocas la vista nuevamente sobre el cenicero negruzco, el único rastro que queda del gran profesor, una humareda constante y un olor concentrado de tabaco y cartón te ahogan por momentos. La lavanda de sus mejillas aún vuela sobre los contornos.
Las llamaradas azules de la chimenea proyectan su luminiscencia sobre el techo de la sala y sobre el marco del estudio del personaje. Quisieras acercarte más y profanar ese recinto, ese cuadrante blanco y gris. Tamborileas los dedos en los bordes de caoba del sillón. Charly te observa sin atinar a decirte una palabra. Sus ojos sobre las brasas dan la impresión de una gran desolación.
Reparas que la señora Louis te ha servido tostadas calientes con mantequilla derretida y, junto al té, un refresco anaranjado-verdoso que apenas te atreves a sorber. El claror de la luna se hace más intenso y atraviesa el vitral hasta dibujar nuevas sombras en el parqué. La noche se vuelve profunda como una cueva. Frank permanece allí, inaccesible detrás del vitral, ligeramente iluminado. El timbre suena de pronto. Juan Morris asoma, usa unas gafas delgadas que ensanchan sus ojos azules y profundos.
–Él es Eliseo Blanco, ¿lo recuerdas? –advierte Ann.
–Te traían engominado de casa. Te traían tus papás. Annie me dijo que trabajaste en El Nacional, ah... y que también escribes y estás buscando un empleo ¿Qué edad tienes? Claro, la misma que yo.
-Cuarenta-dices, escondiendo tu verdadera edad.
-Pareces de cincuenta-dice Morris-estás ya algo viejo para ese corte y esa vestimenta dark de cuarta. Recuerda que somos de la misma edad.
Asientes con timidez e incomodidad. Estás destrozado y te preguntas si es que esa es la percepción general. Morris luce acabado. Es el reflejo en el que te debes mirar. Frank los observa con atención, como repasando cada pliegue de tu piel. Pronto llegan Peter Carrera, Alfonse Maurier, Harry V. y Barda acompañado de Baumann. Frank los recibe con gran pompa, tiene ahora otra actitud. Con algunos de ellos he coincidido en más de un curso posterior. Elías Piazza es el último en llegar, es hermano del editor. Todos lo miran con sigilo, acaba de destruir la reputación de una escritora, partiendo su novela en diez pedazos y echándole fuegos en cada tramo de su columna.
Te sientas con sigilo, incómodo por la mirada escrutadora de Frank. Un hombre muy gordo y avejentado inicia la sesión narrando en cada detalle y de memoria su peripecia en Venecia. Peter La Forde luce el aspecto de alguien que acaba de fugar del geriátrico. Te pasma. No reconoces a una señora de cabellera incandescente, con sonora cadencia, recita algunas letras de Imagine con una guitarra ante la algarabía del renombrado Frank, que parece alelado por las virtudes de sus exdiscípulos. Blacker te observa con desdén. Mitre finge no conocerte. Barda te ignora. Cuando te llega el turno, quedas paralizado y te excusas de hablar. Todo se ha desviado hacia la política. Morris es el más entusiasmado, aunque vive en Madrid y tiene las semanas contadas en Lima. Volverá tras la elección e invita a todos a mudarse a su casa en Canarias.
–Cuenta lo que sabes, servirá para las próximas semanas. Probablemente asista un profesor de sociología de La Católica –alienta Frank–.
- ¿En qué andan? -pregunta Robles.
-Yo soy abogado, asesoro al presidente de la Suprema.
-Yo tengo una empresa metalúrgica.
-Soy médico en Houston.
-Yo dirijo la Bartelli.
-Soy Gerente de la Bayern…
Blacker se dirige a ti con voz estentórea.
- ¿A ti como te fue, Eliseo Blanco?
-Voy tras un empleo.
Todos se miran y pierden interés en tu presencia. Morris asiente y hace un mohín. Su voz cambia de tono. Pregunta a Morris quién te trajo.
- ¿Cuántos libros has publicado?
-Aquí buscando un editor-balbuceas-y buscando un empleo.
-Cervantes era ya un hombre viejo cuando publicó El Quijote-espeta Frank.
Solo Morris domina la escena, es el que más habla. Tiene inquietudes literarias. Pide tu intervención, que abordes algún tema vinculado con Paul Auster. Cortas la línea de lo anterior y abordas un libro clásico, El guardián entre el centeno, distanciándote del tema. Les llama la atención aquel giro inexplicable. Blacker tiene un permanente gesto de burla y asco, es el reflejo gestual de Frank. Hablan de ti.
Todos te observan, asumen que es un invento para llamar su atención: “El protagonista de esta enigmática novela es Holden Caulfield, un joven descontento que se expresa a través de sus actos, de su permanente discordancia con el sistema. Falla en los estudios, es expulsado de varias escuelas, no le interesa mucho su futuro. La primera referencia del protagonista es que está en un hospital psiquiátrico, es allí que lo recuerda todo, ha llegado como un marginado. Y es que Caulfield no puede conectar con otras personas ni con el mundo. Todo le huele a podredumbre. Tomemos en cuenta que gran parte de su carácter se explica por la muerte de su hermano Allie y el suicidio de uno de sus compañeros de escuela. Yo no creo que esté loco. Holden es muy crítico, lo critica todo y tiene sus razones, pero las encamina por el lado equivocado. Todos tenemos una doble entraña, tú eliges la sombra o la luz. En lo particular, Holden prefiere mal, prefiere el odio. Esto lo hace indigno, peor que los lobos que desea espantar. Cree que todas las personas son falsas, hipócritas, impuras. Creo que generaliza. Lo otro que debemos atender es que Holden Caulfield es virgen, trata con putas, pero no consuma nada, nunca consuma. Cree que el sexo debe conectar profundamente a dos personas y que no debe ser un acto casual. Siente celos por Sally Hayes, la ama, pero ella no lo ama a él. Phoebe es la hermana menor de Caulfield y representa la pureza que no encuentra en el mundo, en ese mundo hipócrita que él odia con todas sus fuerzas...Es un adolescente lanzado temprana y equívocamente a la adultez...”.
Puedes distinguir un espejo, tu rostro amoratado, cubierto por un ramaje de venas encima de los ojos. Piensas en Yoshi, en los reservorios de vida que te quedan, en la carta sin abrir de la Clínica Romero. No quieres volver a casa ni estar allí. Todo es más claro y cercano desde aquí, aunque menos vital, el tintineo de una cucharita sobre una taza, el timbre, los bocinazos, los rumores ahogados del tráfico.
Algo grande y trascendental ocurre de pronto. Alguien toca la puerta, es una mujer. Es extraordinariamente bella. Saluda, la saludan. Se envuelve en abrazos. Las risotadas se dispersan como unas monedas, las voces se difuminan. Conversa, la observas sin distracción. Frank te pide que continúes. Alargas tu exposición sobre Caulfield. Ella te observa con desdén. No se entretiene. “Holden Caulfield no es un asesino, pero ejerce una gran influencia sobre aquellos que tienen una extraña disposición a cuidar y matar. La muerte y la poesía desde la psicología de un criminal”.
Luego de hacerle algunos gestos a Blacker, Ariadna extrae un instrumento musical de una caja y unas partituras. Se acomoda, parpadea con velocidad. Estudia Letras y Música en el Conservatorio. Piensas en Yoshi agonizando en casa. Ella habita las páginas de “El extraño caso del señor Valdemar”. Lo invade todo con su sombra, el terciopelo negro de sus ojos muertos.
Tras una salva de aplausos se oye la voz de Frank agradeciendo tu intervención, aunque sabes que al salir fingirán no conocerte y no contestarán tus correos. Pronto las notas de un violín, el instrumento mágico capaz de calmar al mundo vuela con sus melodías por la vieja casona. Un fragmento de “Meditación de Thais”. La vida. La lumbre que destruye la sombra. La dama agradece a su público. Tiene un vestido lúcuma y sostiene un medallón dorado sobre la quebrada de sus pechos tachonados de pecas. La melodía prosigue y luego se detiene. El soliloquio del violín estremece la casa. Los estudiantes permanecen atentos. Vuelves a Yoshi, a sus pómulos huesudos.
Una sucesión de desgarros te quema los intestinos, el corazón te late a mil. Te abrazas a la vida, a aquella joven de luz y porcelana.
Te pones de pie y caminas hacia el jardín, te recuestas en el ventanal para mirar tu cuerpo en el reflejo gris. Garúa y el césped se recarga de tinieblas a esa hora. La musa te cautiva con sus ojos. No entiendes cómo puede tener un romance con Antonio Blacker.
Su melodía acaricia tu cuerpo. Se detiene. Esta vez los rostros te observan imperturbables, dispuestos a juzgar con sorna tu creación. Te llaman. Vuelves despacio a la mesa. Te sientas con una ligera torpeza, casi ladeando la silla y golpeando al de la derecha. La misteriosa dama te mira de soslayo.
Guardas silencio unos minutos mientras te observan con los ojos bien abiertos, escrutadores. Parecen ganados por una extraña complicidad risueña. Tu voz desentona y tus letras no capturan la atención. Eres un intruso. Te distraes.
Miras a través de una ráfaga violácea que cruza desde el tragaluz el rostro impávido y siempre marcial de aquel retrato que cubre el espacio entre dos columnas de madera, como un altar mayor que esparce sus efluvios sobre toda la sala, Frank Louis, profesor, compositor, poeta, manager y su clásico pañuelo al cuello, anudado con una pretina azul y esta vez en la cabecera de la mesa observándote con escozor y lejanía. Las cejas tupidas y esa línea honda formada en el entrecejo. Al lado, Eliot conserva la serenidad dictando las pautas de esta cofradía donde reinan los muertos. Byron, Armstrong, los clásicos del siglo de oro español y una recatafila de papeles enmohecidos sobre un piso de la estantería.
Un punzón socava tus intestinos. Bebes unos sorbos de gin, de la última copa que queda junto a un plato repleto de mendrugos. Le han espolvoreado una sustancia. Blacker muere por verte sucumbir. Casi no ha envejecido. Abres una cajetilla de Marlboro y entresacas un cigarro que Morris rechaza. Eres un roble cargado de alcohol y nicotina.
La dama de la música, tan extraña como hermosa te mira con fijeza y de pronto lo habita todo como un espectro luminoso. Observas a su lado el violín azul, su tapa es de arce y sólida, pero resplandece con una tonalidad de cielo intenso. Tiene una inscripción dorada: l'homme sans importance. Compaginan, son la hechura de una melodía, están conectados o, más precisamente, tú estás conectado a ella. Sus ojos comulgan con los tuyos. Ariadna simula ignorarte, no te habla. Tiene el cabello largo, negro y un ligero dulzor en las comisuras de la boca. Dos hoyuelos se abren cuando ríe y unas cejas de fina enarcadura le dan forma a su mirada animal. Sus pupilas refulgen con sol, es la armonía pura, el amor que se traza en las líneas del pretiempo, antes de todo, en la raíz del universo. Hueles el incienso de su cuerpo.
Te pones de pie a duras penas y caminas tambaleante hasta el corredor que da a la sala. Haces una llamada a casa. Yoshi no responde. Calculas que a esta hora debe estar dormida. Miras tu reloj, nuevamente. Sabes que no sacarás absolutamente nada de esa reunión. Te escondes en el baño, te acicalas, Charly no tardará en ir tras de ti. Debes impresionar a Ariadna que nuevamente toca las cuerdas en medio de la sala. Acomoda su partitura sobre el atril. Te acomodas la corbata, bebes del agua embotellada y enrumbas nuevamente a la sala. Charly te hace señas para que pases. Tropiezas con una caja, luego con una repisa que casi se precipita al suelo. Ariadna ha parado de tocar, te mira como a un bicho. Te observa ligeramente y con un gesto de extrañeza, con ese sutil relumbre de sus ojos negrísimos, esboza una sonrisa y los dos hoyuelos se vuelven a abrir en su rostro grácil, tú los habitas con tus letras, las colinas de sus pómulos se enrojecen como dos manzanas que se aprietan entre sus ojos, como dos muslos rojos que se abren.
– ¿Estás bien? –pregunta Morris.
–No estuve muy inspirado –dices con la boca trémula, mientras bebes el café amargo que Ann te ha servido. Te sientes extraño y hablas enrevesado.
–Debo admitir que se te ve viejo, Eliseo- dice Guerra.
Hay risas. Habla Blacker y todos toman distancia de Ariadna.
Finges no escuchar, la peste oscurecerá sus ojos, ellos son la escoria de la Tierra. Hay consenso, no se discute. Son como moléculas que se juntan y caminan pegadas, lloran juntos y beben el café casi todas las tardes juntos, son una corporación. Ariadna te mira con desgano. Tiene treinta años, lo que te convierte en un viejo y a ella en una joya inalcanzable.
Te pones de pie nuevamente y caminas al baño, pero te desvías hasta la cristalería. Vuelves a llamar desde el teléfono, Yoshi no responde. Descubres entre la alacena de barniz oscuro una manzana empapada en un plato de plástico. Te sirves, deglutes con suavidad. Tomas una copa de coñac a medias y bebes hasta la última gota. “Hoy me siento Dios ¿Un dios enamorado? Mortal y triste, deseo celebrar y beber, pero también morir, Ariadna y él, Ariadna y Blacker...”. Bebes, finalmente, de la botella verde y te refugias en la cocina, al margen de todos, lejos de la mirada de él y de Ariadna. Espías desde lejos. Ambos se miran y se abrazan, se desgreñan como bestias en una sombra del jardín.
El corazón te bailotea y un hervor quiebra tu garganta, centenas de hormigas desfilan por tu brazo como en una procesión de ánimas. Piensas en aquella diosa musical y en el candil de sus ojos. Boqueas el humo del cigarro y finges permanecer indiferente. Cierras los ojos con pesadez para expulsarla de tu mente como una tromba de sangre desde la yugular. Todos te miran. Tanteas la velocidad de los latidos que martillan tu pecho. El sobre cerrado de la clínica, te ignoran, asoma en tus retinas al lado de una vela junto al cuerpo yerto de Yoshi. No lo has abierto aún. Lo abrirás mañana.
–Has bebido demasiado –espeta Frank.
– ¿Quién puede llevarlo a su casa? ¿Dónde está Charles? –interroga Pardo, sin ocultar su repugnancia.
Todos guardan silencio y la mayoría empieza a tomar distancia.
–Mil perdones –dices –sé que me he excedido, que tengo la culpa por haber venido.
La lectura de un libro no puede remover el espíritu de un hombre. El mareo amaina súbitamente y un golpe seco trona en tu cráneo. Risas.
Un halo cubre tu cabeza filuda y ágiles insectos hacen círculos sobre su cuerpo. “A la mierda con todo. Debo ser un libro bastante ridículo”.
Vuelves a casa. No te encumbras con una victoria, tocas los nubarrones del otoño. Yoshi entreabre los ojos. El fuego prende en tus entrañas, un atisbo de incomodidad se proyecta en tu mirada. Ella raspa el aire como un fantasma. Gruñe, silba. Dudas, aprietas los dientes, miras su rostro ceñudo, le das su medicina. No obstante, se agita, ruge como un animal, te recrimina por haber llegado tan tarde y bebido, pero te pregunta cómo te fue. Se cubre para volverse a dormir, se resiste a hablar. Te apartas. Escribes sobre la jornada. Cierras el cuaderno lentamente y no dejas de pensar en la dama del violín azul, en tu suerte, en su hechizo y en tu comportamiento errático de esta noche, en el reportaje que ya no entregarás al editor de la sección cultural. Sobre tu cómoda yacen los avances de tu trabajo y aquel enigmático sobre carta de la clínica, que aún no te has atrevido a abrir.