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Crónica del abismo

Raúl Mendoza Cánepa

Publicado: 2021-07-31

Han transcurrido varios meses desde la última vez que pisé por última vez las escaleras del mármol de El Comercio. Extraño su arquitectura neoclásica, sus vitrales y el silencio matutino de su sala de redacción. A mediados del año pasado muchos cambios empezaron a gestarse, los que me colocaron en el linde del fin y de un nuevo principio. Hoy no miro hacia atrás . Agoto las llamadas, reviso mis correos sin respuesta y casi resignado a una nueva situación opto por refugiarme en el silencio monacal del paraíso borgeano. Elijo los viejos archivos de la Biblioteca Nacional. Revisar sus anaqueles se torna en una disciplina ascética. Allí descubro la literatura renacentista y me embarco en una travesía hacia ningún lugar. Sé que habito un limbo. El ocio creativo es un salvavidas frente a la inmovilidad.

Prosigo, ya estoy allí, todo me llega al forro y me someto a la lectura de documentos que no significan nada para mí. Quizás lo que me mantiene cerca de esos cúmulos de papeles viejos y galimatías virreinales es la necesidad de hallar una respuesta a todo aquello que me ha ocurrido en los últimos meses. La sensación de estancamiento me hace girar en redondo sobre mi propio cuerpo para caminar por el pasadizo central hacia la salida, agotado, con esa impresión animal de quien ha estado encerrado mucho tiempo. Camino por Lima, alargo mis zancadas por el Jirón Ica muy rápido, desacelero, observo el palacete del Diario, cruzo Lampa para acercarme lo más posible e imaginar que nada ha cambiado que puedo transponer su umbral sin que me detengan y deambular por sus corredizos, pero no me atrevo a avanzar más allá de diez metros, tampoco quiero que me descubran. Odio el estribillo de la pregunta clásica ¿Y en que andas ahora? y más odio la respuesta que sigue y que se diluye en una sarta estúpida de mentiras, de oficios imaginarios, de proyectos que sé que no elaboraré o que quedarán inconclusos para siempre. Dicen que aquellos a los que se le han amputado un miembro, un brazo, una pierna, lo siguen sintiendo, como si aún prendiesen de su cuerpo. Para eludir la ilusión del mutilado poco a poco me alejo del centro de Lima, de la congestión de vehículos, del ruido ensordecedor y de ese halo de sordidez que me inducen a buscar un lugar más tranquilo en alguno de los distritos de la periferia. 

                                                             II

 Me levanto cada mañana como un cuerpo sin alma, con los ojos caídos como dos colgajos muertos y secos. Tomo un desayuno ralo y me abandono a mi destino. Caminar sin rumbo por las calles de Jesús María se convierte en mi nuevo ritual. Conozco cada árbol del Campo de Marte, sé la hora exacta, el minuto preciso en el que aquel hombre de uniforme beige abrirá el enrejado que da al acceso. Cruzar su extensión interminable y acoderar en la biblioteca del Instituto Goethe y, más precisamente, en su pequeño templo de libros me permite sentir que tengo un destino, un puerto y más precisamente una oficina con computador y mesa de estar. Tres o cuatro días de la semana los dedico a recorrer sus estanterías de metal, tanteando libros de filosofía o literatura alemana. La vida de Goethe, el pensamiento de Hegel en todo su esplendor, ilustraciones de Baviera, los ríos que recorren Europa. A veces no sé qué hacer, pero me es suficiente con tener un lugar, ocupar un espacio fijo en el mundo, que es también una forma de existir. En aquel cúmulo de pastas duras y papeles cosidos alineados por disciplinas encuentro un libro especial por sus particularidades propias y su significación, lo tomo primero para mirar sus ilustraciones, luego me detengo en algunos párrafos. El día del juicio, su autor es GH Schwalb. Al principio no le presto mucha atención. El sol golpea en mi rostro a esta hora y lo eludo con mi mano. Veo a medias, con un haz de luz cubriendo mis retinas. Reabro el libro y me doy al intento de leer. Podría no significar nada, pero hoy lo llena todo. He encontrado una torreta desde donde puedo divisar el panorama en toda su amplitud, el libro ocupa mi tiempo.  

Siempre necesité justificar los acontecimientos, ligarlos a una causa primera o a una razón universal. Reposé siempre sobre una extraña nube que me llevaba, sin darme nunca al esfuerzo de determinar o de elegir. En cierta manera, la vida siempre elegía por mi, yo nunca elegía por ella. Sé que siempre vuelvo a lo mismo, a una trama monotemática que solo refiere mi paso por la Redacción de un diario cuya geometría aún me domina. Esa obsesión por colocar en vitrina mis pérdidas me llevaría pronto hasta el diván de una psicoanalista en la cuadra diez de la Avenida Pardo, en Miraflores. Entro con sigilo por su sala de estar. Camino por una galería de puertas consecutivas y me detengo en una de ellas, Doctora Mariella Sifuentes, placa dorada bruñida con letras negras. Soy puntual, la hora y el minuto señalado. Me pregunto cómo es ella, por la simetría de sus facciones. Toco un pequeño timbre. Ella abre la puerta con sigilo, me hace pasar y me invita a sentarme. 

Ensayamos la presentación de rigor, me explayo más de la cuenta, mi boca es un cañón que dispara sin cesar todo lo que llevo dentro, un amasijo denso y amargo. Me mira, no me habla, cruza los brazos, se distiende, pero siento que espera más de mí, que la confundo, que paso de un tema a otro sin conectar las ideas. Los martes y jueves en la mañana me recibe en su consultorio para escucharme. Es lánguida e imperturbable, alta, rubia y delgada como un palo, anota mis altisonancias en una libreta, se detiene mucho en ellas y, por alguna razón, pone mucha atención a mis aspavientos físicos, observa el movimiento agitado de mis manos que, como hélices, refuerzan el canturreo monocorde de mis palabras. Yo soy un insecto y ella una entomóloga y por eso empiezo a odiarla y a quererla a la vez. Mi padre se convierte en un punto de referencia involuntario desde la cuarta sesión. No hay vínculo paterno filial sin ambivalencia ni roces, dice ella con su mirada azul reconcentrada en el ventanal, soslayando todas las razones fundamentales que me han llevado hacia su consultorio. Cuando gano confianza soy más explícito, ya no solo me presento como un hombre en ruinas, socavado por todas las penas del mundo sino como un periodista, un poeta, un hombre que ha perdido el control de su vida. 

Crispado por el paso del tiempo, desde aquel diván trato de dilucidar lo que ha de venir y solo asoma ante mí un descomunal abismo y esos ojos azules que lo son todo y que, en cierta forma, representan mi redención, pero ella no cede, he perdido la esperanza. Se recoge el pelo por el calor, permanece fría e impávida, trato de despertar alguna fibra nerviosa, no se inmuta.  Sé que mi cuenta se va espaciando y que soy un imbécil dispuesto a morir de hambre por una cuota de amor, por un abrazo. 

El viernes ella luce otro look, se ha soltado el cabello y se ha pintado los labios de un rosa tenue que juega bien con el rubor de su rostro. Pienso que se ha arreglado por mí, porque si una impresión idiota nos hermana a los hombres es la vanidad, la costumbre de creer que la más mínima señal de una mujer es una aproximación, una coquetería planificada al milímetro como los engranajes de una máquina. Recibe una llamada, es él, quien quiera que sea él. Ella cuelga, parece más feliz, la han citado al Starbucks en la tarde. No es el lugar más romántico, pienso. El olor a café y té helado no se presta. Aleteo como un ave que agoniza, que se engaña para sobrevivir, mi piel parece la extensión de un pez que muere en la superficie. Ella escarba en mí, sabe más de la cuenta, todo ha cambiado solo en tres minutos. Por momentos sospecho que me graba y que su propósito es exhibir mis problemas ante sus colegas, que ríe con ellos de mis nudos existenciales en alguna sala de estar, que ríen de mi voz y se solazan de mis vacíos metafísicos. 

Sus descomunales ojos me interrogan, cada vez me siento más atado a ella. Me pongo de pie para marcharme. Me despido con ceremonia y decidido no volverla a ver. Temo que el objetivo que me condujo hasta aquel consultorio se torne en otro amor inútil, no correspondido, que ella disfraza con términos técnicos y sin ninguna disposición a ceder, transferencia, contratransferencia. Huevas, me importa un carajo el vocabulario profesional. Desde entonces le hablo de Joaquín a cuentagotas y de María lo menos que puedo. Todas mis tragedias parecen ahora camufladas por un solo hecho, para ella insustancial. En realidad, me intereso más en ella que en mí mismo y en mis problemas. Aspiro a la reciprocidad, pero estoy seguro que ella está amarrada con una soga, que sigue unas reglas. A veces ella cede. Ahora lo único que sé de la doctora es que se divorció, que es común y mortal como yo, que llora, que le alfilereteo los ojos cuando toco algún nervio que la hace humana. Pero mis palabras no cavan en el tramo preciso donde quiero cavar. Ni siquiera sé la razón exacta que me condujo hacia ella ni por qué sigo allí. 

Como ayer, hoy camino sin rumbo después de la consulta, jugando a los laberintos nocturnos por las calles de Miraflores, casi convencido de que en una esquina u otra aparecerá un personaje providencial. Un milagro en un punto preciso, en la perfección de aquella sincronía con la que los humanos a veces jugamos y nos encontramos.


Escrito por

RAÚL MENDOZA CÁNEPA

Abogado PUCP. Escritor. Columnista en Expreso. Ha sido integrante del staff de la página de Opinión de El Comercio y de El Dominical.


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