I
Aurelio Bohórquez permaneció quieto. Con los ojos saltones, el director de la Biblioteca Nacional, amontonó las tablillas y recorrió aquellas grafías que ya no le decían nada. El sánscrito adquiere vida en su pronunciación, lo había estudiado en Irish, lugar registrado en un solo mapa en el mundo, el de AddAbukar, el sabio de las cartografías de la India, que había traducido al árabe algunos rollos hallados en las cuevas de Hassa. La lengua de los dioses, surcadas por burdos cuchillos en una secuencia inversa de treinta y seis fonemas desprovistos de semántica. El sonido, primero fue el verbo. “No, primero fue el sonido y este recluía la potencia creadora de una vibración. No es el artilugio de un mago”. En el alfabeto de Vassari concatenan cuarenta sonidos. Uno de ellos reúne en un triptongo y una consonante la invocación a Shantr, el padre infinito que guarda en una vasija la memoria de todos los hombres.
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Tanto misterio en ese anaquel. Bohórquez sorbió del cigarro y echó una gran bocanada de humo. Le habían prohibido fumar en las salas, pero él era el señor de esa enorme biblioteca.
Había acomodado su cama cerca al último estante, en custodia del tomo XXI de la enciclopedia que había logrado trasladar desde la Templest en Hungría hasta Lima en un carguero. Se propuso traducir su sección védica al español, pero los ojos le traicionaban. Tardó tres años. Su habilidad para las transliteraciones le permitió volcar la captura visual de esos imprecisos significantes hacia sus cuadernos en sutiles letras castellanas. Rodeado de una densa humareda, recitaba todas las tardes sobre aquella sarta de ciento ocho cuentas esféricas. Boqueaba y torcía la lengua. El aire espeso de la sala apenas le permitía respirar. Se dispuso a habitarla una mañana de 1998. Diez años habían sido suficientes para convertir al primer bibliotecario en un regidor inamovible de aquellas abigarradas tierras.
Creía en los libros malditos, el último que llegó a sus manos fue un libraco de veinte páginas con ilustraciones de Henry Weber, el místico quemado en la hoguera española por difundir doctrinas contrarias a la santa Iglesia. Lassitu, verum id baras. La palabra ha perdido su significado, el alquimista de Bonn fue hallado muerto en 1978 con aquel jeroglífico que nunca logró traducir, con él murieron sus primeros lectores. La vasta memoria de Bohórquez le permitía recordar cada tramado de frases, así como los detalles de las pinceladas de Weber y su milenaria fonética. El libro era un incunable donado por un curador sevillano. Todos sabían de la proverbial sabiduría de Aurelio Bohórquez, que se había atrevido a gestionar la llegada de los textos de Santa Inés de la Fe, un cúmulo de páginas cosidas por ella misma, la santa de las visiones celestiales y patrona de la mnemotecnia, descubierta por Gutenberg luego de la invención de la imprenta. En Weber descubrió una de las claves de los sonidos y las concatenaciones de las energías vibratorias y aquel bija o raíz le abría la puerta a todas las sabidurías en un solo recipiente, su memoria. Sabía hilar las disciplinas con la facultad de un prestidigitador. “La peste de Atenas, la de Pericles, tuvo una relación directa, mediando siglos, con la hambruna de Europa del siglo XII y luego con la Revolución Francesa”.
Conocía a tacto la diferencia entre la textura de un papel de la Ilustración y uno de la Edad de Oro española, se dice que poseía los pliegues de la gramática española de Nebrija. Las habilidades de Bohórquez producían entre sus detractores inopinadas sospechas. Lo acusaron de tachonar con gotas de sangre uno de los ejemplares de Chesterton que su Santidad había enviado como ofrenda a la sabiduría del escritor. En realidad, cundía el temor en las altas cumbres de la Iglesia por algunos eventos demostrables en las actas de reuniones secretas en las que el bibliotecario había prescindido de toda la literatura religiosa, una vitriólica reacción a las acusaciones de Roma, la más grave: haber pactado con Mefistófeles. “A los teresinos no les viene bien, señor, que disponga una revisión del dogma, la narrativa no se reinterpreta en estos museos, nosotros solo conservamos lo que llega”.
Fue durante el verano de 1999 que el cargo fue puesto a prueba por las autoridades eclesiales cercanas al presidente. “Solo nos trae desasosiego, su amplitud de conocimientos lo lleva a poner en cuestión todo. Ha subrayado y colocado en pausa crítica algunos párrafos de Don Pedro Peralta y Barnuevo, nada menos que el Doctor Océano, ha dado en donación los escritos y apologéticos evangélicos. Es un sanscritólogo que se ha atrevido a vincular los Upanisahds con nuestros libros sagrados”. Pero nadie mejor que él, como eximio negociador. Colmó la extensa planicie de metal del ala norte con los libros llegados de Chile por ocasión de la devolución histórica de los setenta años del tratado de fronteras. Fue quien transó con éxito el embarque a Lima de las coplas de Don Luis el alfarero y de la colección que los hermanos Bustamante compraron en la Inglaterra victoriana, los primeros compendios de la magia en la India, en brahmí. Su viaje a Bangladesh y su excursión por el norte, al pie del Himalaya, le dio solidez a sus viejas teorías de la transmutación de las sustancias por efecto del sonido.
-A las cinco le toca recibir a las visitas, señor.
-Sí, Carlos, siempre he sido puntual, espero que ellos sean breves.
Sus perplejos visitantes solían contener el habla, maravillados por una memoria que parecía contener todos los misterios revelados y los contenidos de todos los libros que pasaron por sus manos. Leía cuando reposaba y con mayor intensidad cuando ordenaba por antigüedad los documentos en esos largos anaqueles que eran el extravío de los investigadores, habituados a explorar por materias lo que para el viejo Bohórquez no era más que un orden burocrático, en sustancia vulgar hábito de trabar la secuencia de los acontecimientos y de las ciencias a través de una selección alfabética.
Le tomó cinco años reacomodarlo todo. La perplejidad de sus empleados le era indiferente, no era locura para él que intercambiara teorías con Newton y desafiará a la astrofísica con explicaciones sobre las fuerzas sutiles y curvaturas invisibles sonoras en el espacio. Sus cantos bisilábicos se oían en la sala de lecturas. La complejidad de sus elucubraciones le trajo algunos problemas, desde pericias psiquiátricas hasta estudios de evaluación del rigor de sus conocimientos. Solía ganarle la partida a la comunidad científica con debates interminables en un auditorio que veinte años después llevaría su nombre. “El sonido crea la materia”.
Era amigo del Ajedrez, “juego de dominación que no sirve para aniquilar al adversario, pero sí para erigir el templo del universo de todos los cálculos y las infinitas posibilidades”. Conspicuo ganador de todos los torneos nacionales, eludió el viaje a Rusia, desafiado por Rushov, solo porque le temía a los aviones. Literalmente, le interesaba poco la estadística frente al asombro y el temor. Más allá de toda ley natural, una estructura metálica no puede surcar el aire, siempre menos denso y más gaseoso que la materia espesa. El temor es una fuerza gravitatoria que suele emboscar a los hombres. La aerodinámica no se contaba como una de sus dilecciones, prefirió ignorarla, como ignoraba las lenguas que resonaran las eses y las erres. Una protuberancia en el labio inferior le impedía esa perfecta pronunciación que lo hubiera llevado a ocupar un escaño. Entrenó su boca para el bija mantra, le era suficiente. No era lo que su padre hubiera esperado de él.
Transcribió por tal razón La historia de Roma, de Tito Livio, signado por esa limitación que lo reduciría a descifrar las lenguas en el calabozo de una biblioteca que ya empezaba a envejecer como la carta que Don Miguel Bohórquez había puesto entre sus manos antes de morir. “Te quiero en ese bello palacio, tu vida es la historia, perenniza el apellido que tu abuelo nos heredó en el Parlamento Nacional. Yo no cumplí su sueño. Ser diputado entonces, entre dictaduras. Hijo, cumple con tu compromiso”. Estrujó el papel y se arqueó sobre uno de los anaqueles para contemplar su propia derrota.
Releyó la primera página de Filippo y supo entonces que, en ocasiones, hay que torcerle el cuello al destino. Filippo renunció a ser rey para perseguir a su esclava, Bohórquez había abandonado el ruido del mundo para adquirir el dominio de los saberes. Ese fue su destino y lo seguiría siendo hasta el día que, como San Alberto Magno, perdió súbitamente el rastro de sus conocimientos. La erudición del santo docto concluyó cuando dictaba clase una tarde de 1274. Al bibliotecario lo sorprendería redactando las cartas a Filomena y echando tintes blancos sobre las ironías de Don Ricardo Palma, quien, en la distensión de dirigir aquella gran biblioteca en los mil ochocientos, adquirió el hábito de escribir encima de las páginas de los libros. Críticas a frases hechas y ociosos adjetivos. La Perricholi era “colchonable”, el Virrey el “cornucopia”, el traductor de León Hebreo era solo ese innominado señor que había dejado de llamarse “Garcilaso” para ser el figurativo señor de Montilla. Bohórquez, como Palma, con el tiempo también aprendió a faltar el respeto a los libros.
Su giro no era Palma, le era prescindible como todas sus tradiciones. Lo suyo era completar las ideas de los filósofos, cubrir los agujeros negros del pensamiento con toda esa materia inexplorada que poblaba el cielo de Platón, el mundo de las ideas, el maremágnum de Jung, la sabiduría implícita, nunca vertida en papel. Completar la biblioteca significaba capturar las ideas puras, aquellos globos en las tinieblas que solo el trance meditativo le permitía identificar, registrar y sistematizar. Tal vastedad le permitía algunas sutilezas, el incrédulo Renán se convirtió en apóstol y dejó de ser el biógrafo de un dios deliberadamente banalizado por su entreverada caligrafía.
-Señor, el reloj marca las cinco, ha venido la señora de Rocha para conversar sobre la donación de San Marcos.
-Dile, Carlos, que ya voy. Dime antes, ¿estamos envejeciendo? ¿Cuántos años…desde que llegué a la dirección de la biblioteca? ¿Cuánto nos queda?
-Mucho, señor, mucho.
Se dice que el bibliotecario encendía en las tardes una fogata cerca de su escritorio y que el chisporroteo de las llamas le inspiraba alguno que otro verso, tantos que consolidó uno de los libros más admirados por los escasos culteranos y amantes de la literatura subterránea que habitan estas tierras. “La niña asturiana”. Nunca dio señas de su identidad o siquiera de su existencia. Un coleccionista de mitos ensayó la peregrina teoría de un amor fantasmal, como una de esas tantas presencias que acompañaron a Bohórquez en sus paseos por los inexplorables archivos.
Data de 2005 la clausura del pasadizo que conducía a los rollos, fotografías y documentos antiguos ¿Por qué lo hizo? “Sepan que el polvo debe ser sacudido de este santo sepulcro, la niña tiene alergias”. Tan inextricable frase condujo a una nueva discusión sobre el progresivo desequilibrio mental de tan espléndido asceta. Había dejado los finos sastres de antaño por ropas raídas. No gustaba de los climas ventilados, por lo que ordenó cerrar los conductos de aire. “La niña ya es una mujer”. Fue precisamente cuando se formaron los sindicatos y se originó la primera huelga, una tan prolongada, que puso en situación de riesgo la conservación de los folios virreinales. Repuesto de la fatiga que lo llevó a tal descalabro, Bohórquez, reabrió las ventanas, los conductos y los pasajes. Antes que el Ministro firmara el decreto de su destitución, logró la adquisición de los lotes de libros de la Universidad de Praga, más precisamente aquellos traducidos al español y al latín, lo que le valió el perdón presidencial y una renovación de la confianza que solo podía explicarse en la reverencia que un hombre de sus complejidades intelectuales inspiraba.
Balzac, por Zweig. Había releído al autor vienés en su madurez, atraído por una aproximación a Fouché. Un personaje tan tenebroso no puede ser real, tiene que ser una invención. Transcribió de memoria inacabables párrafos de Jung, fascinado por la concepción de un inconsciente colectivo y un “todos uno” universal que conectaba su alma con la de su padre y con un supuesto círculo de sabios herméticos cuyos nombres refería no saber pronunciar. Sabía de Metafísica, la había sorbido así tan despacito como explicaba las cosas.
Aseveraba que la vida no es real, objetivamente real, sino el maia, una ilusión que nos esconde de nuestra esencia real, “fantasmagoría”, imaginación, Dios; decía sin visos de conjetura. Convino con Gautama en que no somos criaturas sino divinidades dispersas en un campo unificado de conciencia, fatalmente condenados a la experiencia humana. La primera vez que asomó el rostro por la ventana de su oficina fue para observar a sus empleados. Solo sabía de ellos por los taconazos secos sobre los empedrados de la galería en la entrada y por los murmullos que se arremolinaban en sus oídos cada tarde a las seis.
-Señor, ha llegado el señor Andrés Cifuentes, el curador de los cuadros de Armando Arteaga, desea hablar con usted.
- ¿Las cinco de la tarde? Sí, es hora de las visitas, lo recibiré, que espere en mi oficina.
-Entendido, señor.
Cubrió su rostro y abrió sus ojos espantados sobre el espejo. Se enjuagó los párpados, sacudido por aquella imagen que le era extraña. La lámina de sudor sobre su frente no había desaparecido, tampoco el temblor de sus manos. “Cervantes vivió en tiempos de Lope o fue Lope el enemigo de Góngora. No, no, Lope no fue barroco, ¿no lo fue?”. Adquirió el hábito de los apuntes. En una libreta precisaba la relación entre los autores y su tiempo, así como el correlato de una corriente literaria y otra.
Se le acusó de haber sustraído “Las sagaces”, serie de libros gráficos de La Austral, que recogía toda la literatura policiaca en versión juvenil. Se dijo luego que la había olvidado en un rincón, cerca del repositorio. La ciencia ficción y el género policial no solo le eran irrelevantes sino prescindibles, pero esta vez había sido un simple olvido, apenas un parpadeo. Bradbury escribió El efecto mariposa. “No, señor, es una frase que identificamos en uno de sus textos, no hay titulado libro alguno con esa frase o…no estoy seguro”. Pero puedo explicarla, un ligero aleteo de una mariposa puede transformar la vida al otro lado del mundo.
Cada vez era más sorprendente Bohórquez y tanto que le llegaba cada semana una nota del Ministerio, que él prefería ignorar. “Las notas son solo las alegorías del poder y ya sabes lo que pienso del papel sellado”.
II
“Aurelio Bohorquez. Director de la Biblioteca Nacional”. Es el nombre del director de esta biblioteca, al menos debe serlo si es que es su nombre el que ocupa el escritorio. Es un hombre excesivo, su asiento es de tornasol azul y las baldosas de su baño personal están hundidas y quebradas, todo es abandono. “Tornasol azul”, he repetido esa frase desde que entré por esa puerta, fue lo último que le escuché a ese hombrecito del patio decir. Ignoro qué hago aguardándolo y qué asunto en particular debo ver con él. Debe gustarle la caoba, pero no tanto los espejos. Ha recubierto el de marco ovoide con platino.
Detrás de su silla, más al fondo, se alinean varias pegatinas. Me acerco para leerlas una a una. “Santiago es mi hijo”, “yo me llamo Aurelio Bohórquez”, “Nací, no recuerdo la fecha exacta, pero carece de importancia, indagaré”, “Tres de la tarde por los libros del primer anaquel, el de metal plomo, a la izquierda de la letra A en los años veinte”, “los sinónimos de cada palabra usual, las menos atrevidas; solo ellas ocupan esta caja”, “sinónimos, definición…diccionario en el primer cajón”, “quitar los espejos”, “el fonema, incidencia a ubicar en tercera línea, Brijad-araniaka, de los Upanishads”, “Dientes entreverados, la lengua a medio doblar sobre la comisura derecha, triptongo. Tono grave de alta frecuencia. Indagar por la consonante que abre el mantra raíz. Todo se deshace, la ruina de un sueño, todo será en vano”. “Bohórquez”, “Groussac o Borges, pálida ceniza vaga, un hombre ciego arrastra los pies por un pasadizo, yo quise ser ambos, homófono de uno, la sombra más profunda, la melancolía del otro. Yo tengo los ojos, aquel la memoria, pero me son inútiles”.
Frente a su escritorio hay una caja grande, me cercioro de no ser visto, él está por llegar. Sobre una anotación de tinta entrecortada se precisa que las cinco de la tarde es la hora de las visitas. El hombre guarda el diario de una rutina que se repite cada día, deliberadamente circular, la caligrafía parece provenir de una mano nerviosa. Me cuesta decir más, no descifro nada. Bohórquez se repite a sí mismo con trampa, plagia la misma frase de Unamuno, esa que abre el cuaderno y lo culmina. “La eternidad no es una suma de tiempos, quizás sí una repetición sucesiva que corre en una esfera. No es mía, la leo, es de otro filósofo cuya autoría ha sido olvidada”.
Cinco y media, atisbo y salta a mis ojos una maleta vieja, como aquella que…Sí, alguna vez vi una así, probablemente guarda semejanza con la que usó mi padre en su viaje a Nueva York. No recuerdo el año y por qué, tampoco que hice ayer ni la fecha exacta y la razón de esta cita cuya impuntualidad tolero sin explicación.
Atravieso el umbral, sé que he violado su templo, recorro la estantería. Quizás el viejo Bohórquez continúa allí. Me he guarecido en una sombra densa, tan sólida como la noche que acecha. Me reverbero como un ave parlante, puede ser una suma de frases que leí la primera vez que abrí las páginas de Dickens, tenía quince años ¿Fue él quien escribió Un capitán de quince años? Son cosas que no se deben olvidar, pareciera que vuelvo al origen. Torno, sigiloso, sobre mis pasos para acomodarme en la oficina. El escritorio del hombre es una yerma, yerma o yerba, da igual el significado si lo que pretendo es dar un significado a cada vocablo perdería toda la vida. Vocablo o Bocavlo. Seis de la tarde. Una hilera de empleados camina hacia la avenida, los espío. Arrastran los pies, solemnes, no se hablan entre sí, parecen dirigirse hacia un sepelio ¿Dónde está Bohórquez? ¿Cuándo llegará? El silencio es denso y el aire espeso, juraría haber escrito esa frase cien veces.
Levanto, muy ligero, el retazo relumbrante que esconde el espejo. Ladeo el rostro. Es amoratado y corren sobre él un ramaje de líneas que se abren por debajo de los ojos, son muy delgadas. Tengo las manos heladas y un filón de aire me taponea las fosas nasales. Humedad, moho. Reconozco cada frase que me recorre, son sinuosas, las leí de algún libro de apuntes, nada de lo que diga es original, me he convertido en un pájaro que resuena, que no sirve, que no cumple mi finalidad. El vaho sobre mis ojos hinchados, me alfileretean, tengo nicotina en la boca.
Es la primera vez que conozco esta biblioteca y no sabría decir qué leer de entre todo lo que me asalta, reúne todas las lenguas. Ninguna me es familiar. Van a dar las siete y él no se digna a llegar.
-Señor Bohórquez, ya preparé sus cosas. Todo lo he colocado en la maleta, dígame si desea despedirse de los anaqueles. Será la última vez. Ya es hora de partir.