Hay relatos que nacen de remolinos
Cuento


Me vuelvo a presentar, soy Eliseo Blanco, no tengo una clave de identidad. No pretendo justificar este escrito sobre la base de los símiles de dos historias. Todos tenemos a un Chapman en nuestro interior, ya se los dije. María de Armenteros también toca el violín y la flauta. “Barrel of a Gun” de Depeche Mode, sí, sí, la marca de Caín es un “latido en mi cerebro”. ¿La has oído? Apago. “María, te escribí ayer, sé que has leído, hay una seña que así lo indica. El messenger tiene sus pequeñas emboscadas”. “Segundo y tercer día, sé que mis correos, mi messenger, te rebasan, que no los lees. Solo trazo las líneas de lo que el corazón me dicta, ya sabes. Estoy muy solo, ¿Sabes quién es Harry Haller? ¿Has leído a Hesse? Asumo que No”....Octavo y noveno día. “El correo que te escribí ayer y antes de ayer fue extenso. Persistes en ignorarme, María. Hasta lo que es inexistente, la metafísica, logra un ripio de atención”, “Te has convertido en seguidora de Federico Madariaga, socialista, orador sibilino, brillante, lo oyes todas las tardes en sus discursos. Es el mejor candidato, congresista durante dos períodos, favorito en las encuestas”. “Hoy descubrí en el diccionario de sinónimos de Barcia el real significado de mi persistencia. ‘La perseverancia está en las acciones y en la conducta; la constancia en los sentimientos y en las opiniones. Tan constante fue Galileo en sus doctrinas sobre el movimiento de la tierra, que perseveró en defenderlas aún después de condenadas. El que ama con constancia persevera en las demostraciones de su afecto...’”. Día veinte. Casilla de correos vacía. No soy un stalker. You’re wrong.

Google. “Psicóloga clínica”. Adela Martín. Ojos oblicuos, cara redonda. Ana Mendizabal. Tiene el rostro apretado como el estreñimiento. Luisa de La Cuba, excesivamente seria para mi gusto. Mariella Canziani. Observo. Doctora Mariella Canziani. Compensa, tiene un aire a una actriz de Hollywood cuyo nombre no recuerdo. Apunto. Me preparo a asistir. Los Laureles. San Isidro. Es mi psicoterapeuta. Chapman observa a la doctora Harris desde el ventanal del Moody, su silueta relumbra en Berenice Street, la seguirá hasta su consultorio, materia redentora.

Madariaga y Charles Palantine, senador, candidato presidencial en Taxi Driver, tienen poco en común, salvo la devoción de María y de Betsy, respectivamente. La vida es generosa con Madariaga pese a sus rituales orgiásticos. Tiene, además la fe de María, que desde la última vez que la vi ignora mis correos y mis cartas. Se ha enlistado en el comando de campaña. Diseña banderolas. “María, por el altísimo cielo, responde”. Dios no trata igual a sus hijos. Debo desistir. El gringo Madrigal ha dejado la Tomás Moro y se ha apoderado de la Fortune Company y le va bien. Vive una vida de putas y de premios el granuja, como si tener una vida clandestina fuera el laurel que él mismo se concede por tanta fortuna y María se lo permite todo, es su gracia, los obsequios no siempre tienen un fondo que los justifique. Todo el mundo habla del Herralde de Antonio Madrigal, de sus noches lúbricas y desenfrenadas, de lo bien que le va al mal Toño. Ha escrito un libro de poemas que es celebrado por los críticos y que es una alegoría plena de la sensualidad. El Nacional, La República, Caretas, El Comercio, todos los diarios y revistas se rinden a sus pies. Ayer supe que El Nacional lo ha invitado a ejercer el periodismo en su sección cultural. Escribirá sobre Teatro. Siento un puñal largo entrar por mi estómago, es muy frío. Rezo en las mañanas. Pestañeo por la resolana que se cuela por los vitrales. Aprieto las sienes, aturdido, sobre mi asiento, farfullo al que se sienta a mi costado, pero no me entiende, ni siquiera existe, lo imagino, luego guardo la calma. Recuerdo a los amigos imaginarios de Chapman en su niñez.   

Detengo la escritura de aquella biografía. Por un momento pienso que me atacarán aquellas extrañas convulsiones que hacen presa de mí y que atribuyo a la automedicación. Me tiemblan las manos, masco por impulso y me muerdo la lengua como lo hice anoche y anteanoche, “bruxismo” lo llaman. “Ayer le di duro, muy duro al teclado, fue mi último mail, felicita a Antonio de mi parte”. Hay un silencio profundo de regreso, ni un “Sí”, un monosílabo insignificante. Vacío. Saco de mi alforja un libro que coloco sobre la mesa (Caín) y, con él, un cúmulo de notas de periódicos viejos, amarillentos, rotosos que sirven a mi novela sobre Chapman. Son las noticias sobre el asesinato de Lennon y sobre la perpleja personalidad de su ejecutor. Pero las soslayo. Descubro algo más importante. Dos meses antes de perpetrar el crimen contra el músico, Chapman leyó un artículo de Esquire sobre John Lennon y el próximo lanzamiento del álbum “Double Fantasy”. El redactor describe a Lennon como “un comerciante de cuarenta años que ve mucha televisión, que tiene varios millones de dólares...”. La envidia es un infierno frío, sí, solo por eso, en el fondo, por eso habría confesado a un amigo que Lennon era solo un farsante, que se había vendido al sistema, que es como los demás. Se siente menos que el cantante, invisible, una menudencia en la coladera del infierno terrenal. Ignora las causas de aquel arbitrario trazo de destinos decidido desde el origen del mundo. Sentirá lo mismo cuando le pida que autografíe su álbum y la estrella lo mire de soslayo, como una rutina que debe soportar. Insecto infinitesimal. Luzbel se apresta a la batalla, Padre Damián ya me lo ha dicho tantas veces, Milton dice que más se recrudecieron los odios al contemplar su gloria y aspiró a encumbrarse hasta la altura como su dios....Nunca miramos la historia desde el lado de los derrotados. Aparto la nota periodística sobre Madrigal, la coloco debajo de mi anillado. Una multitud se arremolina en torno a Lennon, todos suplican una firma, unas letras. Yo también odio a Lennon.

Retomo la lectura de las memorias del criminal alentado por la doctora Canziani. Ella ignora que ya hace tiempo que sigo en esa línea, no lo confieso, pero me anticipo a sus orientaciones. Transcribo algunos tramos en un papel en blanco. Mark David Chapman nació en Fort Worth, Texas en 1955. Actualmente está preso en Attica. Fue condenado a cadena perpetua. Pese a los esfuerzos de sus abogados, varios pedidos de libertad condicional le han sido negados. Los jueces temen que vuelva al territorio del crimen. Cuando los asesinatos no tienen un móvil sino una mecánica irracional, esta ejerce un perpetuo dominio sobre la mente, el personaje se torna en un peligro social. Las autoridades temen que Chapman salga a las calles y vuelva a las andadas.


Está muy de moda tensar la imagen del padre para quebrarla, es el influjo freudiano, el impulso soterrado del parricidio a través de la ficción introspectiva. He leído mucho sobre ese odio fecundo desde la primera narrativa de Vargas Llosa y hoy es una reincidencia literaria matar al padre, romper las cicatrices como quien rompe las costuras del saco para liberarse, cobrar venganza a través de la confesión pública, quizás la envidia a su autoridad. Luzbel, Lucifer. Pero mi padre era un pan de Dios y no me formó para escribir novelas ni cinceló formas que luego le estallaran en los ojos. Me protegió de las calles. Hoy está muerto, busco su voz en el viento, para redimirme, para redimirlo, para saber de mí. Mis complejos y pesares vienen del mundo, de ese descubrimiento progresivo, tan diferente del paraíso que el viejo cultivó para mí. Bildungsroman. Le doy una última leída a Roth, “Patrimonio” es la otra cara, el otro padre. La herida viva y abierta pervive en él, en sus páginas de trajinada espera. Me alejo de Roth y de Kafka. Ambos van por la línea equivocada, maltrechos y trajinados.

Como la madre de Chapman, la mía fue una voluntaria de la Cruz Roja, pero fue también una notable actriz y siempre cuidó de mí pese a sus premuras teatrales. Actuó en diversos escenarios hasta aquella tarde en que súbitamente perdió la razón. Había perdido a Joaquín. A mis diez la vi perderse en una camilla, destinada a un sueño del que nunca más despertó. No fue una muerte heroica, fue como la de Zelda Fitzgerald, que murió en 1948, en un incendio dentro del Hospital Mental Highland de Asheville. Dicen que había enloquecido, que quizás le venía de muy atrás, que era un recipiente frágil y cuarteado, que el golpe la fracturó. Cuando se lo conté a María no le importó. Me doblego frente a mi espejo. Su indiferencia cruje en mis oídos vacíos. Mi padre litigó contra la Clínica del Sueño en los tribunales por una supuesta negligencia, pero siempre tuvo las de perder. Desde entonces él se encargó de mí y de mi hermana Patricia, hoy residente en Amsterdam. Ella es la pequeña phoebe. No supe más de Pat sino hasta el día del entierro de mi padre. Se casó con un holandés. Yo me quedé solo con el viejo hasta el día de su muerte, lo atendí en su enfermedad, traté de enderezar la curvatura de sus huesos medio rotos. Tenía una vértebra colapsada por una caída. Lo visitaba a menudo en las mañanas, aunque mi vida familiar constituyó para él una sentencia de lejanía y soledad en medio de las brumas sólidas de su cuarto. Nunca más se casó.

El padre de Mark David Chapman fue sargento de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. El niño le temía, su cercanía lo aterrorizaba. Solía golpear a la madre y beber a la diabla, destruir los platos de la casa y andar de prostitutas. Oír el chirrido de la puerta al abrirse cuando llegaba a las cuatro se volvió una pesadilla recurrente para Mark. La figura de su padre lo aterraba en la vigilia y en el sueño. En ocasiones abría la puerta de la habitación de una patada y arremetía contra él sin razón. Con las manos sudorosas Chapman se revisaba los moretones alineados entre sus muslos y sus pantorrillas. Intuitivo, pensaba que era un chivo expiatorio del fracaso ajeno, el gran cordero destinado a paliar las iras de su padre, maltratado, a su vez, por sus superiores. Hundido en su cerco y sin poder escapar, inventó cinco amigos, cada uno con un nombre y un lugar en el mundo. Estos seres imaginarios estaban subordinados a él, le rendían culto, él era su Dios, él dispensaba sus gracias. Fabricaba altares donde sacrificaba pájaros con la divina espada del fuego. La manía se prolongó por muchos años. Una tarde lo sorprendió una noticia.


Un hombre llamado Charles Manson había acabado con la vida de Sharon Tate, la esposa embarazada de Roman Polanski. Polanski estaba de rodaje en Europa. La violencia del grupo de Manson fue brutal. Con la sangre de Tate escribieron en la pared los títulos de las canciones de los Beatles que más lo habían inspirado. “Piggies”, era una de ellas, la que más llamó la atención del joven Chapman. “What they need´s a damn good whacking”. Sí, todos son unos cerdos, el sustrato de la civilización, o el detritus. Malditos, todos tan perfectos, todos tan felices... John, Ringo, Paul… Todos ellos con batas de carniceros, sosteniendo trozos de carne cruda y muñecas rotas rociadas de salsa de tomate, la sangre, una fotografía torva de una portada inútil. La tomó Roger Whittaker, pero Lennon fue el autor intelectual. Incluso, Brian Epstein no confió en la idea. Pronto la retirarían. Lennon se queja de la censura estadounidense y la compara con el desastre de Vietnam. Chapman tenía once años. Nunca apartará esa imagen de su mente.

En el Columbia High School, Chapman se comportó como un niño solitario. Veía el mundo desde el alto cielo que se había fabricado para juzgar con rigor a los hombres, como Manson, se ubicó más alto que todos. Sus siervos, sujetos del juicio, habían adquirido nombres reales y él los observaba desde lejos, los evaluaba, enjuiciaba sus malos comportamientos y dilucidaba la mejor forma de castigarlos desde aquel reino imaginario en el que solo él ejercía su poder. Los cerdos, así los llamaba y ellos se sometían. “Piggies”. Happy. Siempre reían de cualquier cosa. Él no sabía reír. Pudo haber sido un buen escritor. La televisión se convirtió en un hábito como la música. Encerrado en la habitación, herido por los nudillos de su padre, tanteaba todas las posibilidades de castigo, pero nunca tocó al hierático sargento, él estaba por encima del bien y del mal y de toda atadura humana o juicio divino. Le temía más que al mismísimo demonio. Roto el dique de la paciencia, Mark huyó de casa. Dejó de ir a las clases y buscó un grupo de adolescentes con los que se sentía afín. Todos ellos infelices, hijos de padres separados. Tomó drogas por primera vez y trató de no soltar al diablo que lo había liberado de su pasado y de su memoria. La droga era no solo el héroe libertario, era la venganza que él tomó para herir a su padre; pronto lo sería, según él, para salvar a la sociedad. El militar lo había alertado por años de los peligros del LSD, pero él, a sus quince había robado el fuego de los dioses, se había rebelado. Luzbel destrona a Dios por la desobediencia y la desobediencia es la manifestación de su envidia medular. Chapman quiebra la fotografía de su padre contra una pared de granito. Ya ha leído a Poe. Le extraña y le fascina la obra de Mary Shelley. Desde el Lemán ella fabricó un monstruo solitario, bestializado como él en el silencio más denso y más cruel. Un monstruo horrorizado de sí mismo. Chapman es ese monstruo construido por sí mismo desde sus propios restos, yo soy ese monstruo inmóvil, Holden es ese monstruo echado a la deriva.

Rescatado poco tiempo después de las acechanzas de las calles volvió a casa. Su padre lo recriminó con más fuerza de la usual y lo encerró en el sótano. Soportó callado, como un abdicado dios, lo que habría de venir, lo que fue su flagelo durante los años previos de su fuga: el acoso bestial de sus amigos. Chapman era un solitario, una víctima del bullying, pero también un perdedor radical. Su compañero John Petersen le había prometido publicar sus poemas en un periódico mural. Lo que encontró Chapman


fueron los poemas de Petersen en el mural. Desde entonces siempre quiso darle muerte. La escuela se convirtió en un infierno, la odiaba y la temía, se había convertido en la prolongación de su padre. En las noches, a solas en su burbuja repleta de fantasías, se extasiaba con las voces de los Beatles, sus héroes redentores, pero contradictoriamente, los íconos de una civilización perversa, los demonios sutiles. “Piggies” era el calmante que le hacía falta, los cuatro cantantes eran los malos de la Tierra, de ese planeta hostil e inmundo al que Dios lo había condenado, arrojándolo sobre su oscura y áspera superficie. Héroes falsos. La cocaína y el LSD dentro de su cajonera era el umbral de un nuevo reino, solo entonces él era él mismo, así, puro, sin ropajes.