Me quedé mirando aquel cuadro sin respirar. Centré mis ojos en aquellas formas que, al principio, no me decían nada. Una mujer levantando las hojas del Otoño. Las flores eran solo espacios en blanco aguardando la primavera, separando un lugar en aquel lienzo cuyos vacíos podían llenarse desde la imaginación del espectador. Quizás estuve media hora o menos, preso de aquella obsesión por descifrar aquellos códigos estéticos que una imagen me transmitía al acaso de mi ignorancia o de mi insensatez. Cuando seguí recorriendo la galería, reparé que estar aquí y ahora es estar vivos, es lo que nos conecta con el mundo, lo que nos permite vivir o más precisamente "vivir despiertos".
la lección del cuadro

Muchas veces he apurado el bocado desperdiciando su exquisitez, he asistido a exposiciones tanteando las losetas u obnubilado por pensamientos que nada tenían que ver con aquel momento; atribulado por las circunstancias, los impuestos, los deberes. Entonces el tesoro de la quietud carece de valor y con él se va la vida, esa misma vida que hace siete años me distrajo en mil avatares sin dejarme ver el relumbre de dos niñas que corrían por el césped una mañana de enero. Siempre permanecemos ajenos, secuestrados, separados del instante preciso en el que deberíamos estar.

Mientras crecen los niños y se nos sueltan o cuando la exposición cierra, aprendemos a apreciar el valor del tiempo. Ese valor no reside en los relojes, ninguna relación tiene con los horarios. Lo ubicamos en eso que llamamos "intrascendente", pero que a lo largo del tiempo llega a ser fundamental. El momento más simple es el más crucial, pero solo lo sabemos cuando se nos fue de las manos. El futuro le da un valor agregado al pasado. Cómo no olvidar los instantes rápidos en los que los niños nos reclamaban jugar, pero que rechazamos justificándonos en ocupaciones y prisas aparentemente más valiosas. Llenar un formulario parece entonces esencial a la existencia, no aquella boca que traza líneas de humedad en nuestro cuello. Quizás leemos el diario en la playa mientras el helado se deshace como una sustancia chiclosa en la boca. Nosotros somos el helado...

Y así, como quien no quiere la cosa, los episodios de la vida tornan como pasadizos difusos, abrazos rotos, rostros que se pierden, momentos que se deforman...Calles a las que ya no podemos volver.

Vivir no admite distracciones, el tiempo no tolera ninguna ligereza. Quien no vive la intensidad del aquí y del ahora, se pierde la vida y, por desgracia, el mundo también lo pierde a él.

Mientras tanto observo el siguiente lienzo. La exposición lo ocupa todo. Olvido el mal momento de ayer, las cuitas, la neblina y el resfrío. Nada podrá en el futuro suplantar aquel preciso instante en el que un cuadro y yo nos encontramos en ese pacto finito y fatal con el tiempo, verdugo inflexible, nunca dispuesto a negociar.