Odias lo que, en realidad, amas. No debería ser difícil perdonar. En el fondo, somos de la misma sustancia, los dolores nos cavan igual, nos mortifican los mismos tormentos, festejamos las mismas cosas. Vierte tu alma dentro de otra y solo encontrarás amor. En el rostro ceñudo, en los ojos más fríos, en los odios más fieros. No debería ser difícil perdonar...
no odies lo que amas

No hay amor más puro que el que no exige condiciones, el que exonera al deseo, el que se basta a sí mismo y no persigue sino la paz del otro, la alegría del otro, la plenitud del otro. Él sabía que ella era un sol que brillaba sin fuerza, una sonrisa a la deriva, que en el fondo solo habitaba una niña sin fuerza, frágil, herida. No lo habitó el deseo sino el amor, esa sustancia sublime que solo proviene de Dios y nos conecta en un abrazo que se sacia con su propia energía. La abrazó con fuerza frente al mar, sobre esas piedras calientes, debajo del astro clemente que los alumbraba en aquella tarde de abril.

"No me odiaste", dijo él, observando sus pequeños ojos fijos, la abrazó bajo el cielo infinito. "¿Cómo odiar lo que solo ves en ti?". Creemos odiar en el otro lo que en ti mismo habita.  "Hurga en tu interior, ama lo que crees que odias, haz de tu corazón roto arte, amor, servicio..." Ella echó unas lagrimas, tomó sus manos, colocó una de ellas en su corazón. Descubrió que ella era él, que todos somos uno, que odiamos lo que, en realidad amamos, o quizás odiamos lo que tememos, que nos tricen el corazón, que nos quiebren las alas, que nos rompan las patas. Él la abrazó y le dijo que estaba segura, que nada habría de pasar. Ella, por fin lo miró con el rostro del amor.

Él extrajo de su bolsillo un breve poema entrecortado, Rosario Castellanos. Destino.


Matamos lo que amamos. Lo demás

no ha estado vivo nunca.

Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere

un olvido, una ausencia, a veces menos.

Matamos lo que amamos. ¡Que cese esta asfixia

de respirar con un pulmón ajeno!

El aire no es bastante

para los dos. Y no basta la tierra

para los cuerpos juntos

y la ración de la esperanza es poca

y el dolor no se puede compartir.

El hombre es anima de soledades,

ciervo con una flecha en el ijar

que huye y se desangra.

Ah, pero el odio, su fijeza insomne

de pupilas de vidrio; su actitud

que es a la vez reposo y amenaza.

El ciervo va a beber y en el agua aparece

el reflejo del tigre.

El ciervo bebe el agua y la imagen. Se vuelve

-antes que lo devoren- (cómplice, fascinado)

igual a su enemigo.

Damos la vida sólo a lo que odiamos.