Para todos mis amigos y amigas maestros, estos consejos reunidos de mi pequeña sabiduría de libros y de vida.
Para ser maestro hay que ser bueno

Uno de los más notables maestros que conocí por sus letras es Constantino Carvallo, que nos sugirió que un maestro debe ser un ejemplo en la autenticidad, en lo que ya es. Yo diría más para corregirlo, "debe ser bueno en la integridad de su ser", porque el maestro es un apóstol, un misionero.

Ryszard Kapuscinski decía que para ser buen periodista hay que ser buena persona, por eso las malas personas no pueden ser periodistas. Con mayor razón, para ser maestro se debe ser una buena persona, porque el maestro es un faro para las pequeñas generaciones que los ven, que los escuchan, que los leen; enseña con lo que dice, con lo que canta y hasta con lo que sueña; pero también con su vida, con el trato que dispensa, con su sarcasmo, con su bondad o su descuido, con su ternura.

He tenido la suerte de tener una maestra de primaria, que aún me sigue e interactúa en Facebook, María Rosa, cuya conducta fue siempre una luz de integridad y decoro, de compasión, amor y respeto a los demás. De alguna manera, esas señales influyeron en mí, en mi consideración por los demás, en mi empatía, en mi afán de comprender al otro y acogerlo. Nunca le descubrí un solo gesto de frivolidad. Lo suyo fue la sencillez, el obsequio de un tiempo que parecía (parece) ilimitado y una vida que imitar. Aún tras varios años me aconseja y yo la sigo porque tiene la autoridad que refleja su vida, su seriedad, su bondad y su sabiduría.

Para ser maestro hay que ser bueno, sí, hay que ser bueno con los otros, no herir las patas de las aves, no mofarse de la sensibilidad del solitario, no quebrar la vida del que te extiende su mano con un rictus de distancia, no ser ingrato, no olvidar a quien no necesita sino una pizca de tu recuerdo. No es que deba beatificarse ni mostrarse en sus virtudes heroicas, pero su humanidad debe ser sublime y ser sublime no se agota en una sonrisa, en una voz que anima, sino en un alma cálida que entiende de la compasión, de la gratitud, de la verdad, de la esperanza y del amor.

El maestro que no sabe amar ni es buena persona con los otros no sabe ser buen maestro. Desde luego, el amor que refiero es el ágape de los cristianos, no me refiero al amor romántico sino a aquel que extiende su corazón, sus rezos, sus sentimientos al niño o al adulto que lo necesita.  

El maestro enseña con lo que los niños ven de su vida real, su magisterio no se agota en la pizarra y en su "ciencia" sino en el mundo que vive y que los demás ven de él. 

No creo que el maestro deba perder la alegría, pero lo que nunca debe perder es la compasión o la sensibilidad con los que sufren. Se enseña conocimientos que tarde o temprano olvidaremos, pero lo que nunca olvidaremos es la educación sentimental. No, no son los valores que soltamos con la lengua como una vieja paporreta que todos conocemos y que hasta los niños intuyen ni las múltiples frases sobre la amistad, el amor o el esfuerzo colectivo que no siempre aplicamos, tornándose en disonancias cognitivas propias que el maestro (de no ser buena persona) no logrará superar o que superará con cinismo, haciendo de la enseñanza un simple oficio para sobrevivir o ganar.

Recuerda maestro, lo que no decimos, lo que expresamos en nuestras vidas como gestos de piedad, nuestra manera de tratar a los demás (en el respeto de su dignidad, a todos por igual) es el verdadero apostolado del maestro. Es la acción de su día a día, no las palabras que su garganta, mas no su corazón, puedan pronunciar ante sus cientos o miles de pequeños estudiantes. Tu magisterio, maestro, eres tú, es tu corazón.