Él tenía grandes méritos, había publicado libros y resuelto decenas de problemas. Pasó la Universidad de un salto y la hizo con la maestría de un prestidigitador. Pero hoy, como millones de peruanos, Juan está desempleado. No es irregular, aunque Juan se siente único y se ruboriza; tampoco es un crimen, pero Juan persiste en que la vieja e incriminada vagancia subsiste como una trama dramática. Cada mañana camina por las mismas calles, en busca de un encuentro casual, de un milagro o de completar una rutina que le sabe más a vueltas en círculo que a odiseas apasionadas.
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Juan sabe perfectamente que nadie da un sol por nadie. Lo observa todos los días en las calles, donde se percata con más claridad que la gente pasa tratando de eludir a los mendigos de la calle, acaso simulando distracción para evadir la culpa. La verdad es que él se siente casi como uno más de ellos cuando hace una llamada al amigo aquel o cuando le escribe un correo a tal cual, a sabiendas que ambos o todos lo leerán o lo escucharán sin importarles nada....porque cada uno vive para sí mismo y se la hace a la vida feliz sin voltear al lado y fingiendo no ver. Para ellos el olvido es una bendición porque les permite asesinar a Juan sin ponerle las manos encima, descargándolo de sus espaldas y enterrándolo para siempre.

Juan ha leído mucho, quizás sea uno de los intelectos más cultivados de su ciudad. Ha recurrido a todos los que hoy arriba están. Él cayó al ras por accidente, pero cayó y cuando caes o te levantas solo o te tiendes a morir. Juan no está solo, de él dependen varios, es el capitán de una tripulación de un avión a pique. Pero eso poco importa y menos al amigo aquel que se fagocita todos los sanguches de un cocktail party o a aquel que viaja a Varadero a ver el mar. Juan podría fácilmente convertirse en una piedra en el zapato. Sí, él, tan digno, tan parco de pedir favores y ahora expuesto al imperativo de pedirlos.

El tiempo de Juan es diferente al de los demás. Extraña los horarios. Marcos es gerente y sus prisas están señaladas por su agenda, donde no y nunca entrará Juan. Juan, valga decirlo, lo supera; y si de méritos se tratara ya el pináculo Juan lo alcanzara mientras Marcos lo miraría desde el llano o al menos algunos metros desde abajo; pero la vida (decía Kennedy) no tiene que ser justa. Simplemente es vida. That's all.

Nadie se ha detenido un minuto a dilucidar qué es exactamente lo que siente quien no tiene un empleo, el drama cotidiano, las rutinas sin puerto, las vueltas de noria, las tardes quietas honradas al sueño, las enfermedades que se consagran por la tensión de tornarse en un desheredado de la Tierra, las múltiples pastillas para dormir o no pensar, el imperativo molesto de pedir y los amigos y amigas que en el camino se perdieron (por bien) para no volver.

El desempleo te descubre un mundo sin sueldo ni gratificación, pero también sin humanidad, empatía o compasión. Te revela el egoísmo puro de quien (con derecho) se la hace a la felicidad en una galaxia feliz, donde no entras tú ni entro yo, los olvidados. Te sientes un personaje de Buñuel, observas tu biblioteca repleta y tus disciplinados recorridos de letras, repasas el ahínco (y quizás la inutilidad de tu formación),  y con lo que te queda por diluir de tus ahorros te dedicas a llenar todos los vacíos abiertos: comes, devoras, bebes, te emperejilas, quizás no por llenar sino por morir. Hay en todo desempleado una inercia hacia el vacío, una sed de abismo, pero también una sutil y cobarde metodología de la autodestrucción.

Todo hombre, toda mujer, debiera seguir un año o dos o tres de servicio civil del sufrimiento, para que perfile la dimensión exacta de su propia humanidad y nos hagamos, al menos, un poquito más buenos.