"Estoy solo y no hay nadie en el espejo" es una frase de Borges, Juan la repite con insistencia en su mente mientras un remolino de recuerdos lo hunden como una pequeña barca. Observa la foto nuevamente, detrás las últimas palabras de su padre dirigidas a él, precisamente a él, poco antes de morir. Su hermana se la había entregado aquella mañana de junio.
El espejo

Caminó diez cuadras de la Avenida Aviación, tenía los ojos anegados, un fierro en la boca,  sal en la lengua, el llanto ahogado y la fotografía en la mano. Revisó la lista de sus contactos en el aparato celular, saltó con los ojos nombre tras nombre. Apenas tenía por probabilidad escasa una frase de consuelo. En medio de la tempestad del año anterior había recurrido a un psicoterapeuta solo para volcar sus pesos. Morir como el joven Werther. No. Anibal no responde, Fabricio se ha ido a sus clases de manejo. Las lágrimas derrapaban por las protuberancias del rostro hasta colarse en las comisuras de su boca. Joaquín está ocupado, tiene una charla en Microsoft. Recorrió todos los nombres a sabiendas que a quien deseaba llamar era a  Ana. La había conocido en las clases de natación y habían intercambiado algunas palabras.

¿Qué le diría? ¿Qué podría importarle a ella la muerte de su padre? Quizás un par de palabras vacías, una amalgama de frases insustanciales para explicar el significado del mensaje detrás de la foto. Una fotografía antigua, la familia en pleno, un llamado al recuerdo del tronco familiar, un poema transmutado del amor paterno. Juan lloraba, marcó el número de Ana, con la incertidumbre de saberse a salvo de un "no puedo" o "estoy ocupada". Quizás creería que es un acosador malintencionado, carnal, fugaz. Nadie entiende de hombres enamorados ni de amores persistentes, nadie entiende de cartas de amor porque los hombres lo han desnaturalizado todo con sus apetitos. Pessoa decía que las cartas de amor son ridículas. Ella las había devuelto todas en un solo fajo, al igual que aquel cúmulo de poemas que tanto le costó trazar desde la hondura de su humanidad.

Él decidió no escribirle más, no solo porque no soportaba los silencios por respuesta sino que la demasía podría malinterpretarse y los sentimientos horadarse por juicios equívocos. Un alma buena debe resignarse, pero ¿y si ocurre un milagro y ella me responde? Es más ¿Y si me llama solo por coincidencia? Las causalidades son un estado de la mente, de las buenas vibraciones, sí, de ellas nacen los milagros, es un juego de intenciones y partículas o más precisamente de energía que convierte el plomo en oro, la alquimia de la fe. Se aquietó en una esquina. Parado como un palo se quedó observando su casilla. Se concentró lo más que pudo. Cerró los ojos,  el cuento de Monterroso, tan breve como irreal, sí, cuando los abrió su casilla de correos seguía allí, intacta, con el último mensaje de la compañía de teléfonos. Hubiera dado el mundo por un "Hola Juan", imagino las respuestas. Ya no podía ser tan extenso, las cargas espesas espantan a los ángeles y a los demonios. Vamos, debes ser positivo, la creencia toca la realidad y la subvierte. Juan se concentró más. 

La fotografía de su padre no era tan impactante como el mensaje detrás. Había pasado poco tiempo desde su muerte. Estaba enfermo. Sabía que su mejor heredad podía ser las letras de su padre en un papel o en una fotografía. "Eres noble y justo, Juan, busca tu felicidad". Los ojos eran dos globos inmensos y fatigados. Volteó el rostro a su casilla de correo, nada, un mensaje llegó, cursos en el Goethe.

Llamarla o escribirle hubiera sido el peor de los pecados, bien decía Borges que el peor pecado que había cometido era no haber sido feliz. Juan, naufrago del mediodía, tecleó despacio: anavas@hackettmail.com y prosiguió con una primera palabra que luego borró. "Nunca he sido obsceno, nunca he aspirado a nada que sea exterior a su alma", se dijo tratando de deslindar lo correcto de lo incorrecto. Dentro del socavón solo recordó a la primera y única persona que lo comprendió, que le abrió las puertas del espíritu y que lo abrazó de alma a alma. Él lo sintió aunque mediaran cinco distritos. Él cerca al mar y ella a las colinas.

Dejó de escribir. Volvió a la casilla, atisbó la foto y la guardó dispuesto a seguir. Llegó a la Javier Prado, asfixiado, herido...Un pitido extraño lo sobresaltó, miró su casilla, era ella, Ana. "Hola Juan". Juan leyó el sorpresivo y extraño tramado de palabras. La providencia te toca en el peor momento. "Sé que me has extrañado y quiero decirte que no puedo guardar más mis sentimientos, te quiero y deseo volver a verte". Juan le respondió contándole de la foto y del último mensaje de su padre. Ella respondió de inmediato. Pronto el timbre resonó en el bolsillo de Juan. Ella lo consoló, le extendió el manto cálido de su abrazo, las palabras curan, lavan tus heridas.

Desde entonces se vieron junto al mar, en la hierba, al pie del árbol donde escribieron sus nombres, en la pileta del convento....

¿Y no crees en los milagros?