Fue Honoré de Balzac quien se atrevió a desafiar al stablishment al referirse a la libertad de las mujeres y a la vida genuina del amor. Flaubert hizo lo propio con Madame Bovary, quien quebró las reglas para vivir un amor tan temporal como turbador, desgajada por el aburrimiento de su matrimonio. El doctor Bovary no bailaba ni reía, no gozaba y apenas amaba. 
Ese amor

Una de las películas que más nos acerca a ese tipo de amor es "Los puentes de Madison", al decir verdad, una novela de Robert James Waller que explora la relación apasionada y paradójicamente infinita aunque temporal entre Francesca, ama de casa, y Robert Kincaid, fotógrafo.

Corre 1965 en Iowa y Richard, el esposo de Francesca, con sus dos hijos (Carolyn y Michael, entonces niños) viajan a una feria en Illinois. En ese lapso, la ama de casa se queda sola y conoce a un fotógrafo de la National Geographic,  Robert Kincaid. Él ha llegado a Madison para realizar un reportaje fotográfico sobre los puentes en aquel callado condado. Se encuentran por primera vez cuando él le pregunta por la ubicación de aquellos puentes. Ella guía al extraño. El amor nace pronto entre ambos, pero será solo un episodio, mas un episodio significativo en sus vidas, quizás el más significativo de todos.

Ella le confiesa que su marido no es el hombre de sus sueños. Con Robert conocerá la profundidad de su propio corazón. Sabrá distinguir el amor del deber conyugal y los diferentes calados pasionales entre ambos.

Francesca legará a la posteridad las memorias de esa breve e intensa relación con Robert en un diario que será descubierto por sus hijos ya adultos. Será una historia secreta, revelada en la vejez y pasado el umbral de la muerte. En el guión cinematográfico la historia se inicia con la muerte de Francesca y la lectura de este diario por sus hijos.

Ninguna historia de amor verdadero es corta, es eterna, es la eternidad en un instante. El limitado mundo de Francesca se convierte en una exploración fascinante en aquella semana con Robert. Él dice en uno de sus tramos: "La mayoría de las personas temen el cambio pero, si lo ves como algo con lo que siempre puedes contar puede ser un consuelo, porque no hay muchas cosas con las que puedas contar”. Él representa todo lo que Francesca hubiera querido hacer, pero nunca se atrevió a hacer en realidad. La guerra entre el deseo y lo correcto la perturban, no sabe elegir; pero debe elegir. Sabe en el fondo, que aquellos momentos con su amante serán solo una estación breve, la mejor, la más memorable y que tras él deberá encorsetarse y sujetarse a su vida común, a la higiene y pulcritud aburrida de su marido, a su mesura, a su mirada lineal, sin sobresaltos, sin pasión, sin locura.

Aquella semana marcará para siempre a Francesca. Al final ella no logra romper las ataduras, lucha contra sus sentimientos y opta por su familia, que ha regresado de la feria de Illinois. Fue corto pero fue grande, pensará, mientras su amado Robert se marcha en aquella vieja camioneta debajo de la lluvia luego de aguardar una respuesta de ella. Ella elige retornar a su vida. Ahora, sin embargo, Francesca conoce la anchura de un mundo que nunca antes conoció, las alturas fascinantes, la pasión, el desborde, la locura. Aquella breve relación sirvió, como sirvieron los besos, los abrazos y las palabras, que se quedaron para siempre. Todo queda, nada pasa. Séneca no tenía razón.

Por desgracia, nunca más se volverían a ver.

Ps. Ya anciana y antes de morir, Francesca recibe una carta de Robert (enviada por su abogado) en un libro cuyos versos son de Byron (Childe Harold's Pilgrimage). El que nos muestran es el primer poema, el que les toca.


"Hay un placer en los bosques sin senderos,

hay un éxtasis en la orilla solitaria.

No hay sociedad donde alguien se imponga...

A partir de este diálogo, en el que me roban

todo lo que puede ser o lo que fue

para mezclarse con el Universo, y sentir

lo que no se puede decir, lo que se debe ocultar ".