Nunca has bebido, o al menos eras de aquellos que en la universidad fingían beber mientras subrepticiamente volcabas la cerveza al piso. Los mareados hijos de Baco ni se daban cuenta al final de tu cobarde deserción. Quizás porque el primer y antepenúltimo ensayo de beber culminó en un abrupto desmayo. Un par de adolescentes sentados cerca a la bajada Balta mezclando lo que no se debe mezclar, vino y ron ¿Por qué? Por soledad ¿Por qué más se ha de beber?
A la cumbre

Siempre te ceñiste a las reglas de un padre vigilante que te impidió todas tus escaramuzas. La noble oveja negra, el que traía las libretas en rojo, pero noble al fin y sin más aspiraciones que hacerse de la vida política algún día, en algún tramo lejano del calendario. Esa pasión te contuvo, como te contuvo la poesía. Odiabas el sabor amargo del licor por lo que lo que mal te traía eran tus empecinadas fugas, tus huidas de casa a los escasos ocho para ver el malecón de San Miguel, tus amoríos infantiles (con besos tras las cortinas y a intramuros del campo de fulbito de la esquina de casa). ¿Qué será de ese niño algún día? Preguntaba la Simona, que te había sorprendido en varias ocasiones, diversificando además y casi atándote al mástil de sus ojos negrísimos e iracundos, por encargo de tu madre, a quien le habías rejurado que te casarías al cumplir los dieciocho. En realidad, le huíste al tema hasta que las raíces se hicieron más poderosas y necesarias que las alas. Una más de Octavio Paz. Habías leído "La insportable levedad del ser", de Kundera, por lo que establecerse se te hizo vital. Lo llamabas "la dinámica del ancla: avanzar para quedarte atrapado en el tiempo, en una jaula de oro, gélido, mortal". Pero para que ocurriera pasarían aún algunos años.

Bien trajinado, con los sermones interminables de tu padre, sabías de qué aguas no habías de beber. Así fue hasta el desmayo de los quince, que andarse sin besos por uno o dos años era más que una desgracia. El colegio se hizo mixto solo al año que partiste, son los sinuosos senderos del destino. El siguiente ensayo con el licor solo ocurrió años después, cuando tras un agitado pleito conyugal te encerraste en la cocina a beberte la primera botella que asomara a tus ojos. Ortega decía que vivimos en un estado de embriaguez, en la vigilia, en la razón y no es sino por la embriaguez que secaste con toda la abertura de tu boca ávida de aquel "Siete Raíces" que te habías traído de la selva con la intención absurda de no bebertelo jamás. Desde luego tan poderoso afrodisiaco solo sirvió para prestarte a todas las cesiones, a lamer el piso entre perdones fatuos y reconciliarte a fuerza de un calor que te carcomía el cuerpo y que solo podría ceder de la única manera con que ceden los deseos intensos. Solo tu mujer y yo sabemos que hiciste ese día y la interminable gesta que concluyo en la paz.

La evasión es casi un instinto cuando de miedos o pérdidas se trata. Pésimos días los tienen todos, pero cuando tu año se torna en un día que se reedita a sí mismo todos los días y solo caminas entre calles por descubrir, haciendo del "El día de la marmota" (vean el filme) una insignia de tu monotonía, llegas a querer morir. Pierdes todo, tu casa, a tu familia, el empleo, todos los días transcurren igual y cada posibilidad es un pan que se quema en la puerta del horno: vuelves a lo mismo y haces de tu vida una prisión. Tú lo sabes mejor que yo, y aunque nunca la bebida fue el escondrijo, lo fue la comida y la soledad, el sueño y la desilusión. Lo fue reparar que en los grandes tiempos eres el rey entre las cumbres, pero en el ras eres prescindible. Tus amigos no eran tus amigos, apenas nomenclaturas vagas y prontas a extinguirse a la primera ruina.

Un día rodaste por la pendiente, abandonaste la casa, el mundo se hizo una yerma. Fue uno de esos días brumosos, el tramo de oscuridad más negro de una casa oscura. Habías discutido y bebiste por tercera vez. En el asfixiante febrero del 2016 te llevaste varias botellas espumosas a la boca mientras el mundo te buscaba. Te trepaste a un bus, ascendiste a cerro San Cristóbal entre vértigos y te quedaste viendo la extensión interminable de una Lima abigarrada, oscilante y partida. Por ratos tentado a saltar, por ratos maravillado por la vista desde la cumbre, donde el poder se siente como sal en la boca.

Eras Bolivar jurando ante el maestro Rodríguez en el Monte Sacro o solo tú mismo ante la miseria de una imagen cuarteada de ti mismo y una descomunal cruz al frente. Mientras Lima era tuya, tú lo habías perdido por fin todo. Extraña paradoja.

Al descender, torpe, con las manos en el móvil rinrineante, respondiste a una llamada, un amable editor ofreciendo una opción en un colegio, que temiste aceptar porque la parálisis le hace malas pasadas a quienes han socavado la tierra hasta el fondo, lo dejan sin respuesta, sin palabras, sin capacidad de decisión, con la torpe actitud de quien deja pasar el tren que esperaba desde hace buen tiempo. LLegaste, te sumergiste en el sueño, dispuesto a no despertar, a paladear de las delicias del inconsciente, a soñar con tu padre muerto.

Te quedaste quieto observando las manchas del techo, cada una de sus formas, clamando tregua, pensando en el bullying que hizo de mi maestro escolar de música poco menos que un muñeco para los nudillos o en el profesor César Moro, objeto de las mofas en el Leoncio Prado. Calculaste el costo del transporte mediando cinco distritos congestionados y humeantes, indagaste por el salario, eras primerizo, con los descuentos apenas te alcanzaría. Tenías otra oferta. Ambos trenes pasaron raudos y te quedaste en la estación, desollándote entre las espesas sombras de quien cree tener el mérito a sabiendas que el mundo no es para los que tienen el mérito sino la astucia, la zorrada, la pendejada o el atajo. Aún pensabas en la política, ya no en el periodismo de Redacción (te bastaba un par de columnas). Sí, con pergaminos, con eficacia, te habían apuñalado por los omoplatos en El Comercio y sin razón te habían vuelto con todas tus calificaciones a una calle por donde jamás vagaste antes, entre las solitarias callejas de Jesús María y la solitaria biblioteca del Goethe.

Quizás poco importe, la evasión como la astucia, la zorrada, la pendejada o el atajo, son recursos que sirven al éxito político tanto como a la sobrevivencia emocional. Eras demasiado honesto, pero sabías que te correrías algún día el albur, aunque solo caminaras rumbo al abismo.