No es casual que quien se formó en el liberalismo defienda su tesis con ardor, pero llega un momento en que....
al medio

Sigo creyendo en la libertad individual, en que cada sujeto tiene el derecho pleno a decidir cómo ha de vivir, vestir, comprar, peinarse, complacerse o errar, me cabe ser jeffersoniano por razón y common sense. Durante años esta mente se nutrió de la filosofía política de Locke y Montesquieu, se engolosinó con la Escuela Austriaca (Hayek, Mises...) y, desde luego, encontró un refugio antideterminista en Popper y su antiplatonismo fulgurante, como en Isaiah Berlin y su concepto de libertad negativa. La bella fábula de Arquiloco de la zorra y el erizo que Berlin tomó para sí, explicando el valor de lo diverso, fue una biblia de libertad y tolerancia para este escribidor lector, desasosegado buscador de su propia coherencia.

Hasta allí bien, pero ser liberal es una cosa y ser liberal sin contemplar la opción de ser idiota al mismo tiempo, ya es otra. Entonces me la tomo muy en serio. Un liberal que se corre al centro no es un desleal como los talibanes a la derecha lo quieren hacer creer, es beber de unas gotas de pragmatismo y sensibilidad.

He escuchado a liberales del extremo defender la idea de un Estado con tres funciones, un mundo de ríos y calles privatizadas; un territorio liberado, despoblado a la fuerza por las manos del talador. No logro hoy concebir una relación naturalmente asimétrica (empleador-empleado) sin un mínimo de regulación protectora (la experiencia dice que el que manda, manda solo a su favor). Tampoco es razonable la lógica del que se entrampa frente a una empresa pública plenamente funcional y eficiente.

Tranquilos, no he dejado de ser liberal, pero como bien dice uno de mis más viejos amigos: "Una cosa es ser liberal y otra es ser idiota".